Víctor Ferrigno F.

Jurista, analista político y periodista de opinión desde 1978, en Guatemala, El Salvador y México. Experiencia académica en las universidades Rafael Landívar y San Carlos de Guatemala; Universidad de El Salvador; Universidad Nacional Autónoma de México; Pontificia Universidad Católica del Perú; y Universidad de Utrecht, Países Bajos. Ensayista, traductor y editor. Especialista en Etno-desarrollo, Derecho Indígena y Litigio Estratégico. Experiencia laboral como funcionario de la ONU, consultor de organismos internacionales y nacionales, asesor de Pueblos Indígenas y organizaciones sociales, carpintero y agro-ecólogo. Apasionado por la vida, sobreviviente del conflicto armado, luchador por una Guatemala plurinacional, con justicia, democracia y equidad.

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Víctor Ferrigno F.

Quienes vivimos el averno de la guerra, con su cauda de terror, dolor y muerte, celebramos la firma de la paz en 1996. MINUGUA nos ayudó a verificar el cumplimiento de los Acuerdos de Paz, y la CICIG contribuyó al desmantelamiento de los Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad (CIACS). Parecía que avanzábamos hacia la construcción de un Estado plurinacional de Derecho, pero con lo que está pasando en la Sierra de las Minas, parece que regresamos al infierno fratricida.

El pacto de corruptos ha logrado cooptar a todas las instituciones del Estado y, en seis años, ha revertido los avances conquistados en los últimos veinte años. Esto lo ha logrado, por dos razones principales. En primer lugar, no logramos construir un sujeto socio-político que hiciera suyos e impulsara los Acuerdos de Paz. En segundo lugar, no pudimos liberar la política del poder económico oligárquico que, ahora asociado al crimen organizado, ha impuesto un Estado de hecho que, en base a la represión y la impunidad, le permite imponer su voluntad.

En la Sierra de la Minas, donde comenzó el conflicto armado, miles de policías y soldados, sin legalidad alguna, desalojan a comunidades mayas de sus tierras ancestrales, en beneficio de la familia Thomae y otros oligarcas, reeditando el esquema de represión, impunidad y racismo, que augura un nuevo conflicto violento, al haberse cerrado la posibilidad de dirimir los conflictos en los tribunales de justicia.

Hace 62 años, el 13 de Noviembre de 1960, un grupo de militares jóvenes iniciaron la lucha armada en Guatemala, alzándose contra la opresión y la corrupción del gobierno de Ydígoras Fuentes, dando origen a un conflicto armado interno –CAI- que duró 36 años y dejó una cauda de dolor y sangre.

Los principales líderes del movimiento fueron el teniente y especialista de inteligencia Marco Antonio Yon Sosa, y el subteniente y ranger Luis Turcios Lima. El levantamiento armado contra el gobierno fracasó, los líderes tuvieron que exiliarse y, año y medio después, en febrero de 1962, constituyeron el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre –MR13- en alianza con estudiantes y revolucionarios.

A partir de esa alborada militar se desarrolló el CAI, que en más de siete lustros dejó, según la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, unos doscientos mil muertos, cuarenta y cinco mil desaparecidos, cerca de cien mil desplazados, y una sociedad dividida, confrontada y carente de cultura de paz.

Semejante costo en vidas y sufrimiento bien vale una reflexión, sobre todo ahora que Guatemala vive una crisis político-institucional y presupuestaria sin precedentes.

En sus manifiestos, los jóvenes militares del MR-13 explicaron que las principales causas de su alzamiento fueron la falta de democracia, la corrupción gubernamental, la violación de los DDHH y “la carencia de una política exterior seria y digna”.

La primera lección que nos deja la historia, ayer como hoy, es que los jóvenes son quienes accionan con dignidad ante las afrentas de los poderes ilegítimos. En 1960 fueron militares nóveles quienes, lógicamente, optaron por la vía armada para dignificar a la patria. Desde abril de 2015, fueron los jóvenes estudiantes quienes nutrieron un movimiento cívico, que ha sido ejemplar por su naturaleza masiva y pacífica, como lo reconocen alrededor del mundo.

La segunda lección aprendida, es que la corrupción descarada puede ser un detonante de dimensiones insospechadas pues, en una sociedad tan desigual como la nuestra, exacerba las condiciones infrahumanas de vida que sufre la mayoría de la población. Indignan el descaro, el latrocinio y la villanía, que incitan a la acción de protesta, pues no se necesitan grandes análisis para comprender tan indeseable ecuación.

En el duro aprendizaje de nuestro devenir patrio, la tercera lección es que no puede haber democracia real sin pleno respeto a los derechos humanos. Ayer se combinaban la represión y las dictaduras militares; hoy se coluden la violencia común y la tiranía del mercado. En la década de los sesenta, como ahora, los ciudadanos pobres e indígenas no valen nada, ante el poder autoritario de oligarcas y delincuentes.

Si algo indignó a Yon Sosa, a Turcios Lima y a los demás jóvenes militares, fue la actitud cobarde y traidora de los altos mandos castrenses, ante la invasión estadounidense y su posterior sometimiento a sus intereses. Hoy día, la intervención extranjera deviene del neoliberalismo y del crimen organizado transnacional.

El poder omnímodo de las empresas globales anula la libre determinación de los Pueblos, confunde democracia con mercado, equipara a los ciudadanos con consumidores, y reduce el desarrollo humano al crecimiento económico. El crimen organizado encarna hoy a los poderes paralelos que antaño representaban los escuadrones de la muerte. Esa es la cuarta y dura lección.

Nadie quiere otro conflicto armado interno, otra lucha fratricida, pero la ausencia de democracia verdadera, de desarrollo real y de justicia social, es un caldo de cultivo que incuba estallidos de dimensiones insospechadas. Debemos construir una sociedad incluyente, pues la inequitativa que tenemos, se cae a pedazos.

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