Víctor Ferrigno F.
Ayer falleció Mijaíl Gorbachov, el último mandatario de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), a los 91 años, por problemas renales. Galardonado con el Premio Nobel de la Paz, el exmandatario falleció aplaudido por unos y condenado por otros, debido a sus acciones para frenar políticamente la Guerra Fría, supuestamente al costo de la desintegración de la URSS.
Gorbachov asumió la conducción de la URSS en 1985, entidad federativa que contaba con quince repúblicas, sumando más de 293 millones de habitantes, y una superficie mayor de 22.4 millones de kilómetros cuadrados, equivalente a la séptima parte del orbe, siendo el país más grande que haya existido. Esta enorme y compleja nación, compuesta de decenas de pueblos, etnias (100), culturas e idiomas, estaba plagada por grandes contradicciones socio-económicas y políticas, y se encontraba enzarzada en la Guerra Fría contra EE. UU. y sus aliados.
Para enfrentar a fondo todas estas contradicciones, Mijaíl Gorbachov comenzó a aplicar cambios significativos en la economía y en el liderazgo del partido con la Perestroika. Su política Glásnost permitió el acceso público a la información después de décadas de fuerte censura por parte del Gobierno. Todo ello, con la oposición de Boris Yeltsin en el Congreso, y de los militares conservadores en el ejército.
Gorbachov también actuó decididamente para ponerle fin a la Guerra Fría. En 1988, la URSS inició su retiro de Afganistán, tras nueve años de guerra. En la década de 1980, retiró el apoyo militar a los antiguos Estados satélites de la Unión Soviética, lo que resultó en la caída de varios Gobiernos socialistas. Con el derribo del Muro de Berlín y con Alemania Oriental y Occidental procurando la unificación, la cortina de hierro se derrumbó.
La parte positiva del esfuerzo de distensión internacional de Gorbachov fue iniciar el proceso de reducción de armas atómicas, con la firma del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF), mediante el cual se eliminaron los misiles balísticos y de crucero nucleares o convencionales, cuyo rango operativo de alcance estuviera entre 500 y 5,500 kilómetros, de alcance medio y corto, instalados en bases militares de Europa Occidental, y en Europa Oriental en los países bajo influencia de la Unión Soviética, que podrían atacar a los países europeos miembros de la OTAN. Para el 1° de junio de 1991, aproximadamente 2,692 misiles fueron destruidos en total: 846 misiles por parte de los EE. UU. y 1,846 por parte de la URSS. Estados Unidos se retiró formalmente del tratado el 2 de agosto de 2019, bajo la administración Trump.
Responsabilizar a Mijaíl Gorbachov de la desintegración de la URSS es, cuando menos, una miopía, considerando hitos históricos como que el 14 de marzo de 1990, el Congreso de los Diputados del Pueblo de la Unión Soviética, de oposición, deroga el Artículo 6 de la Constitución, por lo que el Partido Comunista deja de ser considerado “partido dirigente”; el 19 de agosto de 1991, se gesta un intento de golpe de Estado en Moscú; y, finalmente, el 21 de diciembre de 1991, los representantes de todas las repúblicas soviéticas, excepto Georgia y las Repúblicas Bálticas, firmaron el Protocolo de Almá-Atá, que confirmó el desmantelamiento de la Unión Soviética, acordado en el Tratado de Belavezha, y volvió a plantear el establecimiento de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
El 25 de diciembre de 1991, Gorbachov presentó su dimisión como Presidente de la Unión Soviética, declarando el cargo como extinto y transfirió los poderes que habían sido creados en la presidencia a Borís Yeltsin, mientras la bandera roja de la URSS fue arriada en el Kremlin.
Todos estos fenómenos geopolíticos generaron un nuevo orden mundial, que ha sido roto con la ampliación de la OTAN hacia el este, la invasión rusa a Ucrania, y las fricciones entre EE.UU. y China en Taiwán. Es evidente que existe la intención de imponer un nuevo (des)orden mundial, encabezado por EE.UU. y la OTAN, al que se pretende someter a Rusia, China y a los países aliados.
Aparte del provocador e innecesario viaje de Nancy Pelosi a Taiwán, que exacerbó la guerra por los semi-conductores, la administración Biden recién aprobó una nueva ayuda por U$3,000 millones de dólares en armas para Ucrania. Desde que llegó a la Casa Blanca, el Gobierno de Biden ha entregado 13,500 millones de dólares en ayuda militar a Ucrania, según la contabilidad del Departamento de Defensa.
Por su parte, Vladimir Putin firmó un decreto para incorporar 137,000 efectivos más a las fuerzas rusas en Ucrania, lo que recrudecerá la guerra, mientras sigue el forcejeo por el gas ruso para Europa, teniendo el invierno a las puertas.
En el plano geopolítico, los órganos de inteligencia occidentales trabajan para lograr la disolución de la Federación Rusa, reeditando el desmembramiento de la URSS en la época de Gorbachov, para lo cual procuran exacerbar cualquier foco de descontento en la sociedad rusa.
En ese contexto, Daria Dúguina, hija de uno de los principales asesores de Putin, murió al estallar una bomba en su vehículo, en una calle de Moscú. El autodenominado y desconocido Ejército Nacional Republicano ha reivindicado el atentado, y dice tener como objetivo derrocar al presidente Putin.
Actualmente, unos 120,000 combatientes componen las milicias nacionalistas integristas ucranianas, con mandos radicalmente anti-rusos, dispuestos a masacrar a la población ucraniana pro-rusa en la región del Dómbas, como lo hizo el Batallón Azov.
Además, un “mecenas” no identificado organizó en Praga, el 23 y el 24 de julio de 2022, un “Foro de Pueblos Libres de Rusia”, que utiliza el derecho de la libre determinación de los pueblos para justificar el desmantelamiento de Rusia. La disolución de la Unión Soviética dio lugar a la aparición de quince Estados diferentes, entre ellos la Federación Rusa. Actualmente, el objetivo es reeditar aquel proceso de partición para dividir Rusia en otros nuevos veinte Estados. El propósito ya no se limita a crear nuevos Estados en el Cáucaso, sino busca también modificar radicalmente el mapa de Siberia, para influir en la zona norte de la República Popular China. Sin duda, una jugada geoestratégica de gran alcance.
En contrapartida, para responder a la estrategia de Occidente, el pasado 15 de agosto de 2022, el presidente ruso Vladimir Putin, anunció la convocatoria a una conferencia mundial antinazi, que se realizará próximamente en Moscú.
Como es evidente, la globalización ha muerto y los bloques resultantes buscan imponer un nuevo (des)orden mundial, cuyos rasgos principales aún no conocemos, pero podemos prever que estarán dominados por la intolerancia, la manipulación mediática, el racismo, el patriarcado, el belicismo y un horizonte oscuro, muy oscuro.