Sergio Penagos
La psicopatía se enmarca en el grupo de trastornos antisociales que no alteran la capacidad intelectual; o sea, la persona que lo padece muestra una actitud agresiva e impulsiva, sin sentimientos de culpa y con desobediencia sistemática de las normas y obligaciones sociales.
En la política los psicópatas utilizan la calumnia, la maledicencia, la falta de lealtad, la traición, la persecución de sus posibles rivales y el chisme con demasiada frecuencia. Lo consideran necesario, inevitable y subordinado al fin previsto: su triunfo personal. En la actividad político partidista utilizan las alusiones personales, el insulto, la diatriba y el discurso con poco contenido ideológico o programático, aderezado con la mentira o la falsa promesa. La oferta de cargos, la venalización, la compra de votos, el prebendarismo y el amiguismo, son recursos válidos para ellos como forma de alcanzar el poder. A estos personajes es muy difícil detectarlos desde la llanura, donde su imagen de sincero y honesto, es celosamente resguardada. Son orgullosos, celosos y envidiosos. Las mentiras que pueden manejar los llenan de suficiencia, dicen ser amigos de todos y exageran el grado de amistad con los líderes, a los que llaman por sus nombres de pila para impresionar a los seguidores. Son víctimas fáciles de la adulación y del endiosamiento que les proporcionan los corruptores profesionales, con la intención de explotar sus debilidades narcisistas y obtener favores. Pero también pueden ser corruptos, pues creen que lo que les pagan es poco para lo que vale su trabajo. Son los eternos denunciantes y litigantes que piden informes a todos sobre todo. En su función de legisladores se creen jueces, y como jueces, poquito menos que Dios. Su comportamiento nunca pasa desapercibido ni se pierde en la indiferencia ciudadana, por eso son frecuentemente mencionados por periodistas y humoristas. Son rencorosos, celosos al extremo, incapaces de tolerar las críticas y los señalamientos, sobre todo si están en su luna megalomaníaca. Pero los líderes psicópatas pueden conseguir el apoyo de la mayoría y encumbrarse al poder. Ocurrió en Alemania, la Unión Soviética e Italia, países en donde los ciudadanos que se dieron cuenta de la psicopatía de Hitler, Stalin y Mussolini, eran minoría. Lo mismo podemos decir de los dictadores tropicales de nuestra sufrida América Latina. Es difícil, para la mayoría de las personas, reconocer este trastorno que se oculta detrás de la grandiosidad de los discursos sazonados con un lenguaje populista o populachero, que los dotan de una aparente realidad.
Al dirigente psicópata lo frustra una inadecuada actuación de los subalternos y colaboradores, y lo manifiesta con teatrales reacciones de ira, vociferando, lanzando insultos; incluso objetos que están a su alcance: muletas, bastones, recipientes y lo que sea lanzable. Estas personas obsesivas valoran más las cosas que a la gente o tratan a la gente como cosas. Su afectividad es baja, insana y enfermiza. Cuando se manifiesta es con violencia incontenible o exageración. Los psicópatas parecen infatigables por su tenacidad en la consecución de sus objetivos. Pretenden estar en todos lados supervisando a los subalternos, no delegan y desconfían de todo y de todos. Repiten con frecuencia: tengo que estar encima, encima para que las cosas caminen. No sé a dónde iríamos a parar si no estuviera yo al frente de esta organización.
Ernesto Guevara comentaba que Fidel Castro lo citaba a reuniones, para las 2:00 de la madrugada, cuando necesitaba la información necesaria para preparar un discurso. Me pedía un informe de la economía cubana, yo en veinte minutos le presentaba un resumen. Esto era suficiente para que, al día siguiente, lo convirtiera en un discurso de cinco horas. Abundan los ejemplos de esa extraña y sobrehumana capacidad de frenética actividad: los discursos, las supervisiones personales y, sobre todo, la parafernalia de la publicidad: fotografías cuando están realizando labores que no les corresponden, besando niños a quienes previamente les han lavado los cachetes, fingiendo operar maquinaria y equipos, o lo que se les ocurra a sus asesores de imagen.