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Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el mundo vivió bajo un orden internacional diseñado en 1945 por las potencias vencedoras. Ese sistema, construido sobre instituciones como la Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Alianza Atlántica, buscó garantizar la estabilidad global, prevenir nuevos conflictos a gran escala y sostener un equilibrio entre el poder económico, militar y diplomático. Durante casi ocho décadas, este entramado institucional definió las reglas del juego político y económico internacional. Hoy, sin embargo, ese orden está siendo desmantelado, y lo que lo reemplazará todavía es un misterio. La humanidad se encuentra ante una profunda transición, cargada de incertidumbre, tensiones y temores.

Hay que recordar que el orden de 1945 nació bajo el liderazgo indiscutible de los Estados Unidos. Europa y Asia estaban devastadas, lo que dejó a Washington como el eje de un sistema basado en la libre circulación de capitales, el libre comercio internacional y la seguridad garantizada por su poderío militar. El mundo bipolar que surgió de la Guerra Fría paradójicamente fue estable. Las dos superpotencias, la Unión Soviética y los Estados Unidos, imponían límites mediante un equilibrio del terror. Con la caída del Muro de Berlín en 1989, muchos pensaron que la democracia liberal y el capitalismo habían triunfado definitivamente, incluso Francis Fukuyama habló del “fin de la historia”, pero esa visión triunfalista fue efímera.

Hoy, treinta años después, el panorama es otro. La hegemonía estadounidense se desmorona, la vieja Europa enfrenta una crisis demográfica, de identidad y de poder, y China ha emergido como una potencia que desafía abiertamente la supremacía de la llamada “civilización occidental “. Rusia, por su parte, ha resurgido con un nacionalismo autoritario que busca asegurar sus fronteras y el equilibrio de poder. El orden liberal basado en normas internacionales, libre comercio y derechos humanos universales está siendo sustituido por una competencia abierta entre las grandes potencias, economías cerradas y un retorno al nacionalismo, la desconfianza y la política de fuerza.

La disolución de la URSS y la guerra de Ucrania marcaron simbólicamente el inicio del fin del mundo de 1945. La idea de que las fronteras en Europa eran inmutables desapareció. Al mismo tiempo, el conflicto en Medio Oriente, la tensión permanente en el estrecho de Taiwán, y la expansión de movimientos autoritarios en diversas regiones del planeta, muestran que el sistema creado tras la Segunda Guerra ha perdido autoridad y legitimidad. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, paralizado por vetos cruzados, es el emblema de una estructura que ya no refleja la realidad geopolítica contemporánea.

En el terreno de la economía, se percibe un quiebre. El proceso de una globalización creciente que unió al mundo desde los años setenta se está desintegrando en bloques comerciales y tecnológicos rivales. Estados Unidos y China libran una guerra silenciosa por el control de los semiconductores, la inteligencia artificial y las rutas marítimas. Las cadenas de suministro se están fragmentando y los países buscan la vital autosuficiencia energética y alimentaria. El comercio internacional se está convirtiendo cada vez más en un instrumento geopolítico y la doctrina de las ventajas del libre comercio está cediendo paso a la visión del proteccionismo estratégico.

A ello se debe considerar la revolución tecnológica que acelera la incertidumbre. La inteligencia artificial, la automatización y la biotecnología están transformando el trabajo, la política y la guerra. Nadie sabe con certeza cómo se verá la economía o la sociedad dentro de tan solo cinco o diez años. Y, mientras tanto, el cambio climático impone un desafío global que ninguna potencia puede resolver sola, pero que nadie parece dispuesto a enfrentar colectivamente.

El desmantelamiento del orden mundial de 1945 no significa necesariamente el caos, pero sí el fin de la previsibilidad. En el sistema anterior, los países conocían las reglas, sabían con quién negociar, qué alianzas eran estables y qué instituciones mediaban los conflictos. Hoy, todo está en disputa, las fronteras, las monedas, las normas y hasta los valores morales. La democracia liberal, que parecía el horizonte inevitable del progreso, enfrenta una crisis de confianza interna y una competencia externa de modelos autoritarios que prometen una mayor eficacia y seguridad a cambio de las libertades.

El nuevo orden que se está gestando no tiene todavía nombre ni forma. Podría ser un mundo multipolar, con poderes regionales que equilibran sus influencias; o un sistema fragmentado, dominado por la anarquía y la tecnología. También podría surgir un nuevo pacto global. Lo cierto es que la humanidad atraviesa una época de transición semejante a las que se vivieron en 1789, 1815, 1919 o 1945, momentos en que las viejas estructuras se derrumbaban y las nuevas aún no se habían consolidado.

En tiempos así, la incertidumbre y el temor son inevitables. Pero también pueden ser una oportunidad para repensar la convivencia internacional, rescatar los valores que impidieron caer en la barbarie y construir un nuevo equilibrio basado no solo en la fuerza, sino en el derecho, la justicia y la cooperación. El reto es enorme, evitar que el vacío de poder y de sentido deje paso a una nueva era de conflictos. Porque si algo nos enseña la historia, es que los órdenes mundiales no mueren de un día para otro, pero cuando lo hacen, el precio del interregno suele pagarse con sangre. Ojalá en esta ocasión podamos evitarlo. De nosotros depende.

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

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