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La Constitución de los Estados Unidos de 1787 marcó un antes y un después en la historia del constitucionalismo moderno. Hoy enfrenta una grave crisis. El modelo estadounidense se distingue frente al modelo constitucional inglés, basado en la costumbre, los precedentes judiciales y la soberanía parlamentaria. Así los “padres fundadores” estadounidenses optaron por un texto escrito, rígido y dotado de supremacía jurídica. Esta elección reflejaba una ruptura profunda con la monarquía británica y una apuesta por la soberanía popular y la limitación del poder mediante una arquitectura institucional precisa. De hecho, en este sistema la Constitución es el único y verdadero Soberano. Sin embargo, más de dos siglos después, algunas de esas innovaciones se han convertido en las fuentes mismas de la crisis constitucional que hoy atraviesan los Estados Unidos.

La primera gran novedad del sistema constitucional estadounidense fue su carácter codificado y supremo. Mientras que la Constitución inglesa se mantiene como un conjunto de normas dispersas y flexibles, la estadounidense se consagró como la ley fundamental, jerárquicamente superior a todas las demás. La decisión del caso Marbury v. Madison en 1803, consolidó esta idea al establecer que corresponde a la Suprema Corte controlar la constitucionalidad de las leyes. De esta manera, ningún órgano puede situarse por encima del texto constitucional. En el Reino Unido, por el contrario, el Parlamento puede modificar el orden constitucional con una simple mayoría legislativa.

Una segunda innovación fue la separación de poderes, inspirada en Montesquieu. A diferencia del sistema parlamentario británico, donde el gobierno emana del Parlamento y depende de mantener su confianza, el modelo estadounidense concibió un Ejecutivo independiente, encabezado por un presidente elegido por un colegio electoral. El objetivo era evitar la concentración del poder y crear un sistema de pesos y contrapesos que garantizara la libertad de los ciudadanos. Sin embargo, esa misma independencia ha generado con frecuencia bloqueos institucionales y parálisis legislativa cuando el Parlamento está fuertemente dividido, o bien si el presidente y el Congreso pertenecen a partidos distintos.

Una tercera novedad decisiva fue el federalismo. Los Estados Unidos no se constituyeron en una república unitaria, sino en una federación de Estados con competencias y jurisdicciones propias. Este modelo permitió conciliar la diversidad local con una autoridad nacional, plasmada en la estructura bicameral del Congreso donde el Senado representa a los Estados y la Cámara de Representantes al pueblo. No obstante, esa pluralidad territorial también ha sido fuente de tensiones, desde la Guerra Civil hasta los actuales conflictos sobre derechos reproductivos, inmigración y control de armas.

El cuarto rasgo distintivo fue la declaración en la Constitución de los derechos individuales contenida en las primeras diez enmiendas de 1791. Si bien el Bill of Rights inglés de 1689 ya había reconocido “libertades” básicas, la versión americana las elevó a rango constitucional, protegiéndolas frente a cualquier autoridad. Este principio de derechos inviolables se convirtió en el corazón de todo constitucionalismo liberal moderno.

Pero esas mismas características que dieron estabilidad y grandeza a la república estadounidense están hoy en el centro de una crisis constitucional sin precedentes. En el sistema americano no existe un mecanismo formal para disolver el Congreso, como ocurre en muchos regímenes parlamentarios. Y con razón, el Congreso es una institución independiente, concebida como la primera entre iguales. Otorgar a cualquier actor el poder de disolverla socavaría su posición en el equilibrio constitucional. Sin embargo, en la práctica, el poder legislativo ha quedado actualmente paralizado. La Cámara de Representantes permanece en un estado de receso indefinido, ha renunciado a gran parte de su autoridad de supervisión y ha cedido de hecho la iniciativa legislativa al presidente. Así, algunos observadores sostienen que, sin violar formalmente la Constitución, se ha producido una disolución fáctica del Congreso.

Esta transformación altera el sentido original del sistema estadounidense. La Constitución fue diseñada para colocar al Congreso en el centro del gobierno federal. El Artículo primero le otorga amplias facultades para legislar, recaudar impuestos, declarar la guerra, crear tribunales y regular el comercio, muchas de las cuales habían pertenecido al monarca bajo la Constitución británica. Como recordó James Madison en El Federalista n.º 51, “en un gobierno republicano, la autoridad legislativa necesariamente predomina”. Pero hoy el equilibrio se ha invertido: el poder ejecutivo se ha vuelto dominante y la Corte Suprema, al intervenir en cuestiones políticas fundamentales, ha asumido un papel desproporcionado en el funcionamiento del sistema.

Según constitucionalistas reputados, los poderes enumerados del Congreso no son un límite, sino el piso de su autoridad. No fueron concebidos para restringir, sino para afirmar su capacidad de acción. Sin embargo, esa autoridad se ha debilitado por razones políticas y sociales. La fuerza del Congreso depende tanto de su habilidad para identificarse con la opinión pública como de los poderes formales que la Constitución le confiere. En los momentos de mayor influencia histórica, los legisladores supieron usar su prestigio para enfrentarse al Ejecutivo y reivindicar su papel central en la democracia republicana.

Hoy, en cambio, el Congreso aparece fragmentado, dominado por la polarización partidista y carente de liderazgo. La rigidez del texto constitucional impide reformas profundas, y la parálisis legislativa ha trasladado el centro de gravedad del sistema al Ejecutivo y al Poder Judicial. Paradójicamente, el modelo creado para limitar el poder del gobierno se ha convertido en uno donde el Ejecutivo gobierna por decreto y la Suprema Corte define y autoriza las políticas nacionales.

En conclusión, se puede afirmar que la Constitución de 1787 fue una respuesta necesaria a los abusos del absolutismo monárquico y a las limitaciones del parlamentarismo inglés, introdujo el principio de supremacía constitucional, la separación de poderes, el federalismo y la protección de los derechos individuales. Pero esos mismos pilares, enfrentados hoy a la polarización política y al estancamiento institucional, revelan sus límites. La crisis constitucional estadounidense no es la negación del modelo, sino la consecuencia de su propia lógica interna, un sistema creado para proteger la libertad de los individuos restringió tanto la acción del Gobierno constitucional que hoy corre el riesgo de disolverse por inacción.

Sin embargo, no todo está perdido. Una posible salida a la crisis constitucional estadounidense pasa por revitalizar el papel del Congreso mediante reformas institucionales que restauren su autoridad. Esto implicaría, por un lado, modificar los procedimientos parlamentarios internos para reducir la parálisis partidista, por ejemplo, limitando el abuso del filibuster en el Senado y fortaleciendo las comisiones de trabajo y, por otro, promover un liderazgo legislativo responsable, dispuesto a recuperar la iniciativa política frente al Ejecutivo.

Además, sin duda sería necesario fomentar una cultura cívica y política que valore la cooperación interpartidista y la deliberación cívica pública, reforzando el vínculo entre los representantes y los ciudadanos, limitando el número de reelecciones permitidas a los representantes populares. Sin ese compromiso político y social, ninguna reforma jurídica bastará. El equilibrio constitucional solo puede restablecerse si el Congreso vuelve a ejercer el papel que los fundadores le asignaron como el corazón deliberativo de la república.

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

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