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La paz ha sido siempre uno de los ideales más anhelados y, al mismo tiempo, uno de los más difíciles de alcanzar. Gobiernos, religiones, filósofos y movimientos sociales han intentado definir y construir la paz, pero la experiencia nos ha demostrado que no basta con silenciar las armas ni apagar los conflictos actuales. La verdadera paz no es simplemente el sosiego que llega después de la guerra, sino un orden social complejo en el que prevalece la justicia. Sin justicia, sin equidad, sin respeto a la dignidad humana, sin derechos humanos garantizados, la paz no pasa de ser una apariencia frágil, una tregua temporal sobre un terreno de dolor, resentimiento y odios. Por desgracia, tal parece ser la situación actual en la Palestina ocupada.

Decir que “la justicia es el fundamento de la paz” implica reconocer que esta última no puede edificarse sobre la opresión, la impunidad o la injusticia estructural. En palabras del papa Pablo VI, en su encíclica de 1967, “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, y el desarrollo, a su vez, sólo es posible lograrlo en un ambiente donde reina la verdadera justicia. De igual modo, el pastor estadounidense Martin Luther King afirmaba que “la paz no es la simple ausencia de conflicto, sino que requiere la presencia de la justicia”. Ambas ideas coinciden en que la justicia no es un complemento de la paz, sino que es su condición esencial.

La justicia verdadera protege los derechos del débil frente al fuerte, del ciudadano frente al poder, y del individuo frente a los abusos del sistema. Cuando la justicia funciona, las personas confían en las instituciones, se sienten seguras y respetadas, y pueden convivir pacíficamente. En cambio, cuando la justicia se corrompe o se vuelve inaccesible, inevitablemente surge la desconfianza, la rabia y el deseo de venganza. Las sociedades injustas son, necesariamente, sociedades violentas y pobres.

Los ejemplos abundan. En América Latina, los altos niveles de desigualdad, impunidad y corrupción impiden la consolidación de la paz social y el crecimiento económico. Países que firmaron acuerdos de paz después de décadas de conflicto armado siguen enfrentando violencia, pobreza y desconfianza ciudadana porque no se ha logrado instaurar un ambiente de justicia efectiva. Las heridas del pasado no cicatrizan mientras las víctimas no obtienen la reparación de sus daños y los culpables no rinden cuentas. Sin justicia, la paz es un espejismo sostenido por el miedo o la resignación.

También en el ámbito internacional, las guerras suelen tener raíces profundas en la injusticia. La explotación económica, el colonialismo histórico, la marginación étnica o la violación sistemática de los derechos humanos son razones que sin duda generan tensiones que tarde o temprano estallaran en sangrientos conflictos. La paz duradera no se impone por la fuerza militar, sino por el restablecimiento de la justicia entre las naciones. El perdón y la reconciliación sólo pueden tener sentido cuando se reconoce la verdad y se corrigen las injusticias cometidas.

En este sentido, los tribunales internacionales, las comisiones de la verdad y los procesos de justicia transicional buscan precisamente ese equilibrio entre la necesidad de paz y la exigencia de justicia. La experiencia demuestra que el olvido impuesto desde arriba no conduce a la paz, sino a la repetición de la violencia. Los pueblos que enfrentan su pasado con valentía y establecen mecanismos justos para castigar a los responsables y reparar a las víctimas, son los que logran, poco a poco, construir una paz firme y duradera.

La justicia sin duda también tiene una dimensión cotidiana. No se limita a los tribunales o a las leyes, sino que se refleja en las relaciones sociales, económicas y políticas. Una sociedad justa ofrece oportunidades equitativas, garantiza el acceso a la educación, la salud y el trabajo digno. En una comunidad donde reina la justicia, las personas no necesitan recurrir a la violencia para sobrevivir o ser escuchadas. La paz, en este sentido, es el fruto de la existencia real de la justicia en toda la sociedad.

Por el contrario, la paz basada en la represión o en la desigualdad impuesta es una paz falsa. Puede durar un tiempo, pero está condenada a romperse. La historia del siglo XX, con sus dictaduras, sus guerras mundiales y del otro lado, sus movimientos por los derechos civiles, demuestran que la injusticia siempre termina por despertar la resistencia y el conflicto. Ningún poder, por fuerte que sea, puede sostener indefinidamente una paz social injusta.

Así podemos concluir que la justicia no es sólo un valor moral, sino el cimiento de toda convivencia pacífica. Donde hay justicia, hay confianza, donde hay confianza, hay cooperación y donde hay cooperación, florece la paz y el desarrollo. Las sociedades que aspiran a la paz deben, ante todo, construir sistemas judiciales íntegros, instituciones transparentes y economías equitativas. Sin la virtud de la justicia, la paz será siempre una palabra vacía, un sueño que se desvanece ante la realidad de la desigualdad y la impunidad. Por ello, se puede afirmar que “sin justicia nunca habrá paz” y esta no es una consigna idealista, sino una verdad histórica y ética que todos debemos asumir para construir un futuro verdaderamente humano.

 

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

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