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Desde hace más de dos siglos, Estados Unidos ha concebido al Golfo de México y al Mar Caribe como su espacio estratégico por excelencia, casi como los antiguos romanos consideraban al Mediterráneo su Mare Nostrum (Nuestro Mar). Lo que comenzó como una preocupación por evitar la presencia de potencias europeas en el vecindario inmediato, se transformó con el tiempo en una política que combina diplomacia, poder militar y control económico. Esa visión sigue vigente hoy, cuando Washington observa la región como un punto clave de su seguridad nacional y, al mismo tiempo, como un área de tensión política frente a gobiernos que desafían su influencia, como los de Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua o la espina permanente de Cuba.

Los orígenes de esa visión geopolítica se remontan a los tiempos de Thomas Jefferson, a inicios del siglo XIX, los líderes estadounidenses temían que el control extranjero de enclaves como Nueva Orleans o Cuba representara una amenaza existencial. La compra de Luisiana en 1803 aseguró para Washington el control del río Misisipi y su salida al Golfo, consolidando la ruta comercial más importante de la economía del inmenso interior del país.

Poco después, la Doctrina Monroe de 1823 estableció que ninguna nueva colonización europea sería tolerada en América. Aunque formulada como un principio defensivo, en realidad inauguraba una esfera de influencia en la que el Golfo y el Caribe quedaban bajo el interés directo de Washington. El secretario de Estado John Quincy Adams incluso describió a Cuba como la adición más valiosa que podría tener el sistema político y económico estadounidense.

Asi, durante el siglo XIX, bajo la ideología del Destino Manifiesto, Estados Unidos expandió sus fronteras hacia el oeste y al mismo tiempo volvió su mirada hacia el sur. La anexión de Texas y la guerra contra México en 1846–1848 aseguraron la presencia estadounidense en la costa del Golfo. Filibusteros privados como Narciso López en Cuba y William Walker en Nicaragua reflejaban claramente la ambición popular por extender la presencia estadounidense más allá, debilitando el ya precario control colonial europeo sobre las frágiles naciones hispanoamericanas.

La construcción de un futuro canal interoceánico en la cintura de Centroamérica o de Tehuantepec ya se avizoraba como prioridad estratégica, lo que convirtió al Caribe en la encrucijada de los grandes proyectos comerciales y militares de Estados Unidos.

En 1898, la guerra de los Estados Unidos contra España fue el parteaguas del paso del poder regional al global. Con la derrota española, Washington tomó Puerto Rico, estableció un protectorado en Cuba y se proyectó al Pacífico con Filipinas y Guam. El Caribe quedó entonces como un auténtico “Mediterráneo americano”, dominado por Estados Unidos.

Con el corolario de la política de Teodoro Roosevelt a la Doctrina Monroe, en 1904, Washington se arrogó el derecho de intervenir en los países de la región que considerara políticamente inestables. Los “marines” estadounidenses desembarcaron una y otra vez en Haití, República Dominicana y Nicaragua, consolidando la hegemonía regional.

La apertura del Canal de Panamá en 1914 reforzó aún más esa concepción geoestratégica. Estados Unidos estableció bases militares en Puerto Rico, en la bahía de Guantánamo en Cuba y en la propia Zona del Canal las cuales integraron una red destinada a garantizar el control marítimo del hemisferio.

En la segunda mitad del siglo XX, la revolución cubana y la alianza de Fidel Castro con la Unión Soviética pusieron a prueba la idea de un mar Caribe e incluso el Golfo de México bajo control exclusivo de Washington. La Crisis de los Misiles de 1962, que llevó al mundo al borde de la guerra nuclear, dejó claro que la región era el corazón de la seguridad estadounidense.

Después de ese episodio, Estados Unidos continuó reafirmando su influencia: intervino en Granada en 1983, en Panamá en 1989 y mantuvo una vigilancia constante sobre los gobiernos que consideraba hostiles. El mar Caribe y sus riveras pasaron a ser descritas como el “patio trasero” de Estados Unidos, un término cargado de desprecio en América Latina, pero ilustrativo de la vieja noción del “Mare Nostrum” romano.

Hoy, aunque la globalización y el ascenso de nuevas potencias como China y Rusia han matizado la hegemonía estadounidense, el Caribe sigue siendo estratégico para los Estados Unidos. Los temas de energía, migración, narcotráfico y rutas comerciales mantienen viva la concepción del “Mediterráneo americano” y evidentemente la presencia del presidente Maduro en Venezuela agrava las tensiones actuales en la zona.

En este marco se inscribe el conflicto político con Venezuela. El gobierno de Nicolás Maduro acusa a Estados Unidos de usar su poder militar en la región como una amenaza directa. Ejercicios navales en el Caribe, la presencia de la IV Flota y los constantes sobrevuelos de vigilancia son interpretados por Caracas como una política de cerco y desestabilización. Para Washington, se trata de “operaciones de seguridad marítima” contra el narcotráfico y el crimen transnacional; para Maduro, es la muestra más reciente de un intervencionismo que busca debilitar su régimen y propiciar un cambio de gobierno.

La tensión se ha intensificado con el apoyo que Rusia y China han dado a Caracas, en lo que muchos analistas interpretan como una reedición de la Guerra Fría a pequeña escala en el “Mediterráneo americano”.

Es claro que ahora se vive un momento importante, el “Mare Nostrum” se encuentra en disputa. La concepción estadounidense del Caribe y el ahora rebautizado “Golfo de América” como un espacio vital no ha desaparecido. Desde Jefferson hasta Biden y Trump, la lógica ha sido la misma: quien controle esas aguas, controla en gran medida la seguridad y la economía de Estados Unidos. Sin embargo, los equilibrios internacionales han cambiado y el “Mare Nostrum” estadounidense ya no es un mar incontestado.

 

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