En los últimos años, el debate político en muchas de las democracias del mundo ha sufrido una preocupante transformación. Se ha pasado de juzgar las ideas, buenas o malas a calificarlas de forma emocional y no racional, para en seguida llegar a la demonización personal del adversario. Esta tendencia, que consiste en considerar al oponente político no simplemente como alguien equivocado, sino como alguien inmoral, traidor y/o peligroso, está erosionando los cimientos mismos de la convivencia democrática. La política está dejando de ser un espacio para el intercambio de ideas a convertirse en un campo de batalla moral donde solo hay héroes y villanos.

Este proceso de demonización tiene múltiples causas que podrían explicar por qué esta práctica ha ganado terreno. Una de las más evidentes es la polarización ideológica creciente, que tiende a reducir los matices intelectuales intermedios y empujar a las personas hacia posiciones cada vez más extremas. En contextos polarizados, reconocer algo positivo en el adversario se interpreta como una verdadera traición a la causa, y la presión para alinearse completamente con “los nuestros” se vuelve abrumadora.

Los medios de comunicación y, más recientemente, las redes sociales han contribuido a esta dinámica. Los algoritmos que las alimentan privilegian el contenido emocional, provocador y divisivo, porque genera más interacción. El resultado es un ecosistema informativo que refuerza nuestras creencias y genera aversión y temor hacia el otro. Se forma lo que los sociólogos llaman “cámaras de eco”, donde solo escuchamos versiones deformadas o caricaturescas del adversario político.

Otra causa importante sin duda es la crisis de legitimidad que experimentan muchas instituciones. Cuando los ciudadanos pierden la confianza en los canales formales de deliberación política tales como los parlamentos, las municipalidades y ayuntamientos, los partidos o los mecanismos funcionales del poder judicial, tienden a ver la política como una lucha existencial entre el bien y el mal, donde el adversario ya no es parte del mismo juego democrático, sino un enemigo que amenaza la supervivencia del sistema o los valores esenciales de la tribu.

Por último, hay una lógica electoral que recompensa este tipo de retórica. Demonizar al oponente moviliza a las bases de votantes más leales, genera cohesión interna y simplifica el mensaje. En una era de comunicación política acelerada, los matices muchas veces se perciben como debilidad. El resultado es un discurso simplista, agresivo y excluyente.

Parece evidente que la demonización del adversario político tiene consecuencias devastadoras para la democracia. En primer lugar, deteriora la calidad del debate público. Si partimos de la base de que el otro actúa por maldad o intereses oscuros e inconfesables, se vuelve imposible el diálogo. Las propuestas se rechazan no por sus méritos o defectos, sino por su procedencia. Esto impide la búsqueda de soluciones consensuadas a los problemas complejos que presenta toda comunidad viva.

En segundo lugar, esta dinámica tiende a alimentar el odio y la desconfianza entre los grupos de la sociedad. No es casual que allí donde se intensifica esta retórica también aumenten los insultos, la violencia simbólica y, en casos extremos, la violencia física. La política deja de ser una competencia por el poder, civilizada y normada por reglas, para convertirse en una guerra moral y existencial, donde todo se justifica, excluir, perseguir o incluso silenciar al otro.

Otro grave peligro es que se deteriora la confianza en el sistema democrático en su conjunto. Si los ciudadanos creen que los adversarios son enemigos internos que solo buscan destruir el país o la nación, y que las instituciones están tomadas por “el otro bando”, pierden la fe en los mecanismos democráticos para resolver los conflictos. Esto abre la puerta al autoritarismo, al populismo punitivo y a la justificación de medios ilegítimos para conseguir fines políticos.

Además, la demonización genera un efecto búmeran. Quien hoy demoniza, mañana puede ser demonizado. La política basada en el odio es una espada de doble filo que destruye los puentes que cualquier gobernante eventualmente necesitará para construir acuerdos o enfrentar las crisis.

Para romper con esta lógica se requiere valentía y liderazgo ético. Los políticos, los medios de comunicación y los ciudadanos tenemos una responsabilidad compartida. Es fundamental recuperar el valor del disenso democrático, entender que el desacuerdo no equivale al odio y que el adversario político no es un enemigo existencial. Se necesita formar una ciudadanía que premie la argumentación, la lógica y el respeto, y castigue la desinformación y la calumnia.

También es importante fortalecer las instituciones deliberativas, la educación cívica y los espacios de encuentro plural. Solo así se podrá reconstruir una esfera pública donde el conflicto político sea una herramienta para construir en común, y no un pretexto para destruir al otro.

En tiempos inciertos, la tentación de simplificar el mundo en términos binarios, nosotros contra ellos o buenos contra malos, es fuerte. Pero si queremos preservar la democracia, debemos resistir esa tentación. Reconocer y sostener la dignidad del adversario político es una condición indispensable para preservar la propia dignidad democrática. Demonizar al adversario es, en última instancia, una forma de destruirnos a nosotros mismos, finalmente un perverso juego en el que todos salimos perdiendo.

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

post author
Artículo anteriorLa nueva democracia populista
Artículo siguienteLos percances viales causan perjuicios económicos millonarios