En Anarquía, Estado y Utopía, el filósofo político Robert Nozick ofrece una de las defensas más influyentes del liberalismo libertario, centrada en la legitimidad moral de un “Estado mínimo”. Sin embargo, lo que a menudo se pierde de vista es que Nozick no parte de la premisa de un Estado ya constituido, sino que se pregunta si siquiera el más pequeño de los Estados podría justificarse sin violar derechos individuales. Esta pregunta lo lleva a distinguir entre un Estado ultramínimo y un Estado mínimo, y a argumentar que solo el segundo puede ser moralmente aceptable bajo ciertas condiciones. La distinción entre ambos es más que semántica, ya que nos obliga a repensar el alcance legítimo del poder político en las sociedades modernas.
El Estado ultramínimo definido por Nozick es aquel que otorga seguridad sin crear ningún tipo de redistribución. Es evidente que ese Estado ultramínimo es una figura hipotética que aparece en la primera parte del análisis de Nozick. Se trata de una institución que monopoliza el uso de la fuerza física dentro de un territorio, pero que no impone ninguna obligación fiscal sobre los habitantes. Esencialmente, se limita a proteger los derechos negativos, la vida, la propiedad y la libertad personal de aquellos que voluntariamente contratan sus servicios. No redistribuye ingresos, no regula la economía, y no provee servicios públicos. Opera como una empresa de seguridad privada que ha adquirido, por evolución espontánea o por ventaja competitiva, el monopolio del uso legítimo de la fuerza.
Esta figura ultramínima es atractiva para quienes ven cualquier forma de coerción estatal como una violación de la libertad individual. Desde esta óptica, incluso los impuestos más reducidos constituyen una forma de trabajo forzoso, una especie de esclavitud parcial, como lo plantea el propio Nozick en su crítica a los esquemas redistributivos.
Así, para Nozick el Estado mínimo va más allá de la seguridad contractual ya que Nozick reconoce que el Estado ultramínimo no puede garantizar plenamente los derechos de todos. En especial, no puede evitar que diversas agencias de seguridad competidoras entren en conflicto, lo que fácilmente podría derivar en guerras privadas, linchamientos populares, o una grave y destructiva inseguridad jurídica. Por ello, plantea que es legítimo que el Estado evolucione hacia una forma mínima, un tipo de ente que monopolice la protección y justicia, pero que además pueda imponer contribuciones obligatorias de sus ciudadanos para financiar y garantizar estas funciones públicas básicas.
El paso, de ultramínimo a mínimo, requiere una justificación moral. El Estado puede imponer ciertos impuestos si con ello evita violaciones sistemáticas de los derechos de los individuos o bien protege a personas cuyos derechos podrían ser vulnerados por actores privados. Pero Nozick es muy cuidadoso de no cruzar la línea hacia un Estado redistributivo o de tipo paternalista. Cualquier forma de asistencia social, educación pública obligatoria o intervención económica quedaría fuera del marco del Estado legítimo nozickiano.
Hoy esta distinción teórica es muy importante, y de ninguna manera es un ejercicio académico estéril. En un momento como el actual en que muchos Estados enfrentan presiones fiscales, demandas de desregulación y una creciente desconfianza en las instituciones públicas, estas ideas de Nozick recobran vigencia. Grupos libertarios radicales han promovido versiones contemporáneas del Estado ultramínimo en forma de zonas económicas autónomas, ciudades libres, contratos inteligentes y comunidades regidas por gobernanza algorítmica. Al mismo tiempo, otros defienden que incluso el Estado mínimo no basta para garantizar la justicia social, abogando por esquemas redistributivos más amplios que Nozick sin duda rechazaría.
La cuestión de fondo es, ¿puede un Estado justificarse moralmente sin violar la libertad individual? Y si es así, ¿cuál es el punto en que empieza a convertirse en una maquinaria injusta de coacción? La propuesta de Nozick apunta a un equilibrio delicado, se debe permitir un ente coercitivo solo en la medida en que sea necesario para garantizar los derechos individuales. Todo lo que vaya más allá de esto, incluso cuando se habla en nombre del bienestar colectivo, corre el riesgo de tratar a las personas como medios para fines ajenos a ellos.
Sin embargo, hay un importante recordatorio para nuestras democracias. Nozick no propone un modelo práctico de política pública, sino un marco moral desde el cual juzgar la legitimidad del poder estatal. A diferencia de teorías como la de John Rawls, que justifican la redistribución en nombre de la equidad, Nozick sitúa la inviolabilidad de los derechos individuales como el límite infranqueable. Esta perspectiva nos invita a replantear muchas de las funciones que hoy damos por sentado en el Estado moderno.
En un mundo donde la expansión del poder estatal suele justificarse con apelaciones al bienestar general, la discusión entre el Estado ultramínimo y el mínimo nos recuerda que la libertad individual no es un lujo opcional, sino un principio moral que debería estar en el centro de cualquier teoría política legítima. Ignorar esa advertencia puede llevarnos, sin darnos cuenta, de un Estado justo a un Leviatán benevolente o desgraciadamente no tanto. La libertad de las personas es un valor que siempre debe protegerse.