Hace 105 años, el economista británico John Maynard Keynes, escribió un visionario texto, Las consecuencias económicas de la paz, en el que se atrevió a señalar los efectos del Tratado de Versalles al término de la primera Guerra Mundial. Su profecía fue que no era la paz sino la guerra lo que cualquier individuo inteligente podía prever como consecuencia de las brutales reparaciones económicas y políticas que imponía dicho tratado sobre los países perdedores. Por desgracia así fue y 20 años después el mundo entró a una segunda Guerra Mundial.

Al término de la guerra en 1945, se establecieron reglas e instituciones específicas para promover el libre comercio entre los individuos de los distintos países. Así iniciamos una era de relativa paz y de alto crecimiento económico que ha beneficiado a miles de millones de individuos humanos en todo el planeta, la era de la globalización. 

En los ochenta años de la época de la globalización, el libre comercio ha sido una de las herramientas fundamentales para lograr el crecimiento económico y el bienestar de las personas. Así aumentó a la vista la eficiencia productiva y el acceso a bienes y servicios a precios competitivos. Sin embargo, la imposición de aranceles, impuestos aplicados a las importaciones, por desgracia sigue siendo una práctica común en algunos gobiernos que buscan proteger a sus industrias locales o influir en las relaciones comerciales internacionales. Aunque los aranceles ciertamente pueden tener beneficios políticos o sectoriales de corto plazo, sus consecuencias económicas de mediano y largo plazo tienden a ser perjudiciales tanto para los países que los imponen tanto como para aquellos que los sufren.

Uno de los principios centrales de la economía son las ventajas comparativas, principio expuesto por el británico David Ricardo hace unos doscientos años. Tal principio indica que cada país debe especializarse en aquello que produce de forma más eficiente y comerciar con otros para obtener los bienes que le resultan más costosos producir. Los aranceles evidentemente distorsionan este principio, ya que encarecen artificialmente los productos importados y pueden hacer competitiva a una industria nacional que, sin protección, sería ineficiente. Esto lleva a una asignación subóptima de recursos, donde el capital, el trabajo y los otros factores productivos se desvían hacia sectores menos productivos simplemente porque están protegidos por aranceles impuestos por su gobierno.

Así, al elevar el precio de los productos extranjeros, los aranceles reducen la presión competitiva sobre las empresas nacionales, que ya no tendrán incentivos fuertes para innovar, reducir sus costos o mejorar la calidad de sus bienes. Esta pérdida de eficiencia reduce el crecimiento económico a largo plazo y consecuentemente el bienestar de todos.

El impacto en los consumidores es inmediato. Los aranceles, aunque se presenten como herramientas para proteger a los productores nacionales y sus trabajadores, afectan directamente a todos los individuos que también son consumidores. Al encarecer los productos importados, ya sea alimentos, bienes electrónicos, maquinaria y herramientas o textiles, los consumidores enfrentaremos precios más altos y una menor variedad. Esta situación impacta de forma desproporcionada a los hogares de menores ingresos, que dedican una mayor parte de su presupuesto a bienes básicos.

Además, los aranceles pueden desencadenar procesos inflacionarios si el alza de precios en los productos importados se traslada a los precios generales. Esto generalmente obliga a los bancos centrales a tomar medidas como elevar las tasas de interés, lo cual tenderá a desacelerar la inversión productiva y el crecimiento económico.

Parece obvio que la imposición de aranceles suele desencadenar represalias que pueden llegar a generar una verdadera guerra comercial. Cuando un país impone barreras comerciales a otro, es común que el afectado responda con medidas similares. Esto puede dar lugar a lo que popularmente se conoce como guerras comerciales, en las que ambas partes se perjudican mutuamente. Un ejemplo reciente fue la guerra comercial entre Estados Unidos y China iniciada en 2018, que afectó no solo a ambas economías sino también a las cadenas de suministro globales. Hoy estamos viendo el inicio de una economía global caótica en la que el libre comercio está gravemente afectado.

Estas dinámicas generan incertidumbre en los llamados “espíritus animales keynesianos”, concepto que aparece en el libro Teoría general del empleo, el interés y el dinero publicado en 1936, fenómeno el cual es altamente perjudicial para la inversión de los particulares. Las empresas, ante la posibilidad de nuevos aranceles o restricciones, tienden a postergar decisiones de inversión o a relocalizar sus operaciones, con el consecuente aumento de costos y pérdida de eficiencia global.

Paradójicamente, los aranceles pueden terminar perjudicando a los propios exportadores del país que los impone. Esto ocurre porque otros países, como represalia, elevan aranceles a los productos nacionales. También suele suceder que los insumos importados necesarios para producir bienes exportables se encarezcan, afectando la competitividad internacional de las empresas locales productoras.

Por ejemplo, si una fábrica de automóviles depende de piezas importadas sujetas a aranceles, su costo de producción aumentará, y sus productos serán menos competitivos en el mercado mundial. Esto se traduce en pérdida de mercados, reducción de empleos y desaceleración de la industria exportadora.

Sin embargo, a pesar de estas deletéreas consecuencias, los aranceles siguen siendo populares entre ciertos sectores políticos y empresariales. En contextos de crisis económica, desempleo o creciente desigualdad, el discurso proteccionista ofrece una respuesta rápida y tangible. Defender la industria nacional, castigar a los «países tramposos» y recuperar el control del comercio suena atractivo para el electorado, aunque las consecuencias estructurales sean negativas.

En muchos casos, los aranceles son utilizados como instrumentos de presión geopolítica. Estados Unidos, por ejemplo, ha impuesto aranceles a países con los que busca renegociar tratados o forzar concesiones políticas. Esta instrumentalización del comercio como arma diplomática, sin embargo, debilita el sistema multilateral basado en reglas como el que representa la Organización Mundial del Comercio y abre la puerta a un mundo más fragmentado, más pobre y menos predecible.

En conclusión, se puede afirmar que los aranceles, aunque ofrecen beneficios coyunturales de corto plazo a ciertos sectores, tienen consecuencias económicas negativas en términos de eficiencia, precios, competitividad y relaciones internacionales. En un mundo interconectado, el libre comercio sigue siendo la herramienta fundamental para el crecimiento y el bienestar general. Las soluciones a los desafíos del comercio global —como la pérdida de empleos en sectores vulnerables o la competencia desleal deben buscarse mediante políticas públicas inteligentes, inversión en educación, innovación y acuerdos multilaterales, y no mediante el recurso fácil y costoso de levantar muros arancelarios.

 

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

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