Hoy observamos que muchos países son testigos de una preocupante tendencia, la creciente tolerancia o incluso abierta celebración, de conductas que violan abiertamente los principios éticos y jurídicos que deberían regir la vida pública en toda sociedad. Observamos casos de funcionarios que hacen uso para beneficio privado de los recursos públicos que les han sido confiados, lo que podemos definir como corrupción descarada. El abierto nepotismo y el abuso de poder han dejado de ser escándalos que provocan renuncias o sanciones, para convertirse en parte del paisaje social y político cotidiano. ¿Estamos, como sociedad, normalizando y legitimando estas prácticas? Pero, acaso hemos pensado a fondo, ¿qué consecuencias trae esto aparejado?

La pregunta no es simplemente teórica o filosófica. En estos días se discute abiertamente si el presidente estadounidense puede aceptar o debe rechazar el “palacio volador” que la familia gobernante del emirato de Catar le está regalando al ciudadano Donald Trump, individuo que al mismo tiempo es presidente de los Estados Unidos. Aceptar tal regalo implica la violación del artículo primero de la constitución americana en su aspecto de emolumentos. Sin duda, recibir el regalo catarí sería un acto con efectos concretos en la vida diaria de millones de personas. Cuando las reglas pierden su fuerza normativa, cuando la ley se convierte en una herramienta discrecional, aplicada con rigor a los débiles e ignorada por los poderosos, el contrato social se erosiona gradualmente y puede llegar a destruirse. La desobediencia sistemática de las normas, especialmente por quienes deberían dar el ejemplo, no solo mina la confianza en las instituciones, sino que envía un mensaje claro: “la ley no es igual para todos”.

Pensemos, por ejemplo, en el uso privado de los recursos públicos. Cuando un funcionario utiliza vehículos oficiales para fines personales, se beneficia de contratos estatales sin licitación o crea plazas ad hoc para familiares y amigos, no solo está cometiendo un acto inmoral y probablemente ilegal, sino que está estableciendo una práctica que se convierte con el correr del tiempo en norma vigente. Si la sociedad no reacciona, si los medios lo excusan, si el sistema judicial lo protege y si los votantes lo reeligen, el acto deja de ser una excepción para convertirse en una norma general.

Esta normalización tiene raíces culturales profundas. En muchos contextos en algunas sociedades, el respeto por las normas se percibe como ingenuidad, mientras que la capacidad de “sacarle la vuelta al sistema” se asocia con astucia o inteligencia. Es una lógica perversa que premia al tramposo y castiga al honesto. Pero esta lógica no surge de la nada: es el resultado de décadas, a veces siglos, de impunidad legal, desigualdad social y económica y corrupción política institucionalizada.

Legitimar este tipo de conductas significa cruzar una línea peligrosa. No se trata solo de que ciertos actores violen la ley, sino de que lo hagan con aprobación social. A menudo se escucha que “todos lo hacen”, que “así ha sido siempre” o que “roba, pero hace obra”. Este tipo de racionalizaciones y excusas no solo blanquean el delito, sino que lo transforman en una práctica aceptada, incluso deseable. El problema ya no es el corrupto, sino el sistema que permite, o peor aún, exige las prácticas corruptas para sobrevivir.

Caer en esta dinámica tiene efectos devastadores. En primer lugar, genera una profunda desmoralización social. Si quienes hacen bien las cosas no obtienen recompensa, y quienes actúan mal son premiados con poder, influencia y riqueza, se destruye el incentivo ético y moral de cumplir con las reglas. En segundo lugar, socava la legitimidad del Estado y debilita el tejido institucional. Cuando la ley se convierte en una farsa, la democracia misma queda herida de muerte.

Pero tal vez el efecto más grave sea la fractura del sentido de comunidad. Una sociedad que acepta la violación sistemática de sus normas básicas deja de ser una comunidad regida por valores compartidos, y se convierte en una colección de individuos que compiten ferozmente por sacar ventaja personal, incluso a costa del bien común. Es una regresión al estado de naturaleza hobbesiano, donde impera la ley del más fuerte o del más astuto.

Entonces, ¿es aceptable la normalización de estas prácticas? La respuesta debe ser un rotundo no. Una sociedad que justifica o tolera la violación de sus normas éticas y jurídicas está cavando su propia tumba. La ética y el derecho no son ornamentos ni ideales abstractos, son los pilares que hacen posible la convivencia y la cooperación pacífica, la impartición de la justicia y el desarrollo social y económico individual. Sin ellos, solo queda el caos disfrazado del más primitivo y salvaje pragmatismo.

Por supuesto, revertir esta tendencia no es fácil. Implica un esfuerzo sostenido de educación cívica, múltiples reformas institucionales, entre ellas el sistema de justicia, la construcción de una ciudadanía activa y exigente y el desarrollo de una prensa independiente. Pero el primer paso es reconocer el problema, dejar de ver como “normal” lo que debería ser absolutamente inaceptable. Y entender que cada acto de corrupción que toleramos, cada violación de la ley que excusamos, cada voto que damos al corrupto “porque es de los nuestros”, contribuye a debilitar el frágil edificio de la civilización que trabajosamente hemos construido.

La verdadera modernidad no está en los increíbles avances tecnológicos o el rápido crecimiento económico, sino que más bien está en la capacidad de una sociedad para respetar y hacer que se respeten sus propias reglas. Lo contrario no es astucia ni realismo, es más bien el triunfo de la barbarie con fachada democrática. 

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

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