Cada año, en la primavera, millones de personas alrededor del mundo celebran dos festividades que, aunque pertenecen a tradiciones distintas están hermanadas por la historia, comparten raíces profundas y tienen un mismo anhelo humano, la libertad. La Pascua judía, o Pésaj, y la Pascua cristiana conmemoran dos momentos decisivos en la historia de esos dos pueblos, marcados por la superación del sufrimiento, el renacimiento y la promesa de redención.
La Pascua judía o el Pesaj es, ante todo, una conmemoración de la liberación, una fiesta de la libertad. Durante siete días los judíos recuerdan la salida del pueblo hebreo de Egipto, un acontecimiento que, según el relato bíblico del libro del Éxodo, marcó el nacimiento de ese pueblo como nación libre. Más allá de su dimensión histórica o mítica, el relato tiene una fuerza simbólica perdurable: un pueblo esclavizado que rompe por sí mismo las cadenas de la opresión y emprende un viaje incierto y peligroso hacia la libertad.
La noche del Séder, que inicia la celebración, es uno de los rituales más cargados de significado en la tradición judía. Alrededor de la mesa de las familias judías se leen pasajes de la Jagadá, se comen alimentos simbólicos —como las hierbas amargas que recuerdan el sufrimiento o el pan sin levadura que alude a la prisa del escape— y se hace una pregunta fundamental: ¿Por qué esta noche es diferente de todas las demás? Esa pregunta no busca una respuesta única, sino abrir el diálogo sobre la libertad, la identidad y la responsabilidad de cada generación de transmitir la memoria histórica o mítica.
Lo significativo del Pésaj es que no se limita al pasado. Cada generación está llamada a revivir el éxodo “como si uno mismo hubiera salido de Egipto”. La esclavitud, entonces, no es solo una condición histórica pasada, sino también una metáfora de cualquier forma de opresión actual, de la injusticia, la indiferencia, la idolatría del poder o del dinero. En ese sentido, la Pascua judía interpela no solo a los seguidores de esa tradición, sino a todo aquel que aspire a una vida más humana, más digna y libre.
La Pascua cristiana, por su parte, tiene un origen directamente vinculado al Pésaj. Jesús de Nazaret, según los evangelios, fue crucificado durante la celebración de la Pascua judía. Su última cena, considerada por los cristianos como la institución de la Eucaristía, fue en realidad una cena pascual judía, cargada de símbolos que adquirirían un nuevo significado a la luz de la creencia de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Para el cristianismo, la resurrección de Jesús no es solo el punto culminante del calendario litúrgico, sino la piedra angular de la fe. Es la afirmación de que el mal, el dolor y la muerte no tienen la última palabra. Así como los hebreos cruzaron el mar y transitaron cuarenta años en el desierto para dejar atrás la esclavitud, Cristo, al resucitar, abrió para sus seguidores un nuevo camino de liberación, no ya del yugo físico, sino del pecado y de la desesperanza.
Ambas pascuas, por tanto, convergen en una misma lógica, la de un paso, una travesía. En hebreo, pésaj significa precisamente “pasar por encima” o “pasar de largo”, en alusión a la décima plaga de Egipto que dejó indemnes a los hogares judíos. En griego, pascha —el nombre que adoptará la Pascua cristiana— mantiene ese eco de tránsito, del sufrimiento a la alegría, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida.
La coincidencia —no siempre exacta, pero sí estacional— entre ambas festividades es más que un detalle del calendario. Subraya una continuidad cultural que conecta al judaísmo y al cristianismo, no como opuestos, sino como tradiciones hermanas que dialogan desde el corazón del relato bíblico.
Hoy, en un mundo fragmentado por conflictos, desigualdades y nuevas formas de esclavitud —desde la trata de personas hasta todo tipo de adicciones, tecnológicas o químicas—, el mensaje de las Pascuas judía y cristiana resuena con fuerza renovada. Nos invita a recordar que la libertad no es un estado dado, sino una conquista permanente. Nos recuerda que toda redención comienza por un acto de confianza en que ningún antiguo faraón o tirano actual —por poderoso que parezca— es invencible cuando un pueblo entero se pone en marcha con dignidad y esperanza.
Así, en cada mesa en que anualmente se celebra el Séder judío, en cada misa católica de resurrección, late una misma certeza, que la historia puede cambiar, que la opresión puede ser vencida, y que la libertad, como la primavera, si luchamos por ella, siempre llega.