En la retórica política del presidente estadounidense, los aranceles se presentan como la herramienta mágica para hacer grande (MAGA) de nuevo a los Estados Unidos después de que el resto del mundo se aprovechó durante décadas de la bondad e ingenuidad de esa gran nación. Asimismo, el presidente Trump dice que los aranceles son una gran medida de protección económica, “una bellísima palabra en el diccionario”, una defensa efectiva contra la competencia extranjera desleal y una herramienta eficaz para fortalecer la producción nacional. Sin embargo, en la práctica, los aranceles funcionan como un impuesto encubierto que encarece los bienes importados, elevando los costos para los consumidores y reduciendo la eficiencia económica de toda la sociedad.
En el mediano y largo plazo, este perverso juego proteccionista se convierte en un escenario donde todos perdemos.
De hecho, el primer día en que el presidente anunció los aranceles que impondrán los Estados Unidos a todos los bienes importados, la Bolsa de valores de Nueva York perdió alrededor de 3.1 billones de dólares, (trillones estadounidenses), equivalente a que cada estadounidense, hombre, mujer o niño perdiera unos $9,400 dólares de su patrimonio colectivo.
Es claro que los gobiernos que imponen aranceles lo hacen con la intención explicita de proteger ciertas industrias o grupos de interés nacionales. No obstante, el impacto inmediato se siente en el aumento de los precios de los productos. Los aranceles son un verdadero costo oculto, un auténtico y dañino impuesto disfrazado, sobre los consumidores que en realidad somos todos. Cuando se grava con un arancel a un producto extranjero, su precio sin duda aumenta, lo que obliga a los consumidores a pagar más por bienes esenciales o buscar alternativas menos competitivas en términos de calidad y precio. En esencia, los aranceles funcionan como un impuesto indirecto e hipócrita sobre la población, limitando su poder adquisitivo, es decir, empobreciéndonos en realidad a todos.
Además, en el panorama general de la economía, los aranceles promueven la ineficiencia y distorsionan los mercados. El proteccionismo genera una distorsión en la asignación de recursos. Las empresas nacionales que, en un entorno competitivo, no serían viables, reciben una ventaja artificial al no enfrentarse a la competencia internacional. Esta situación tiende a desalentar la innovación y la eficiencia productiva, ya que las compañías protegidas por aranceles tienen menos incentivos para mejorar sus procesos o reducir sus costos. A largo plazo los aranceles que buscan fortalecer la economía nacional, en realidad debilitan todos los procesos económicos de la nación en lugar de fortalecerlos. Un país protegido por aranceles a la larga genera un atraso general de la sociedad que no puede acceder a los productos más novedosos y eficientes que el ingenio humano crea.
Aún peor, las guerras comerciales son una consecuencia probable de la imposición unilateral de aranceles. El argumento de que los aranceles benefician a un país se desploma cuando se analizan sus efectos internacionales. Las naciones afectadas por estas barreras comerciales suelen responder con medidas similares, imponiendo aranceles a los productos del país que inició la política proteccionista. Esto desata las llamadas guerras comerciales que afectan tanto a los exportadores como a los importadores, reduciendo los flujos del comercio global y en consecuencia frenando el crecimiento económico.
Así se puede afirmar que utilizar los aranceles como un medio para fortalecer la economía nacional es un camino hacia el estancamiento. Lejos de ser una estrategia para el crecimiento y el desarrollo económico, los aranceles son un mecanismo que limita el dinamismo del mercado y perjudica a los consumidores. En un mundo interconectado, el comercio libre y justo es clave para el crecimiento sostenible. Las economías que prosperan no son aquellas que cierran sus fronteras, sino las que se integran en los mercados globales con reglas claras, sencillas y eficientes.
El debate sobre los aranceles no es solo económico, sino también especialmente político como el actual mandatario estadounidense lo demuestra. Muchos líderes los utilizan como una herramienta populista para ganar apoyo, presentándolos como un símbolo de soberanía económica y política. Sin embargo, la historia ha demostrado que las políticas proteccionistas suelen conducir a graves crisis económicas y al debilitamiento en el largo plazo de la competitividad nacional y en ocasiones, a sangrientas guerras militares.
En este juego de los aranceles, no hay ganadores. Solo hay consumidores que pagan más, empresas que innovan menos y economías que crecen más despacio. Es evidente que la solución para crecer y desarrollar la economía nacional está en promover políticas de comercio libre, justo y equitativo que beneficien a todos los participantes, en lugar de medidas que, aunque atractivas y engañosas en el corto plazo, terminan dañando la prosperidad de todos los individuos y las naciones que caen en este perverso juego en el que todos pierden.