La corriente ideológica del “liberalismo clásico”, con su énfasis en la libertad individual, los mercados libres y la mínima intervención estatal, ha sido una de las visiones filosóficas más influyentes en la historia del pensamiento político y económico moderno. Sin embargo, en el mundo actual, la intervención de los gobiernos en todos los aspectos de la sociedad es una característica dominante. En la mayoría de los países las funciones del gobierno han crecido, a veces exageradamente. Sin embargo, ¿será posible reconciliar ambos enfoques sin caer en los problemas que las posiciones ideológicas extremas tienden a generar?
Para responder a esta pregunta, es importante considerar la evolución del liberalismo en los últimos dos siglos. Por ejemplo, Adam Smith, considerado el padre del liberalismo económico, defendía el libre mercado, pero no desde una postura de “laissez-faire” absoluto. En su ensayo sobre «La Riqueza de las Naciones», Smith reconocía la necesidad de ciertas funciones estatales esenciales, como la provisión de seguridad, la administración de justicia y la construcción y mantenimiento de algunas infraestructuras públicas que los mercados por sí solos no podían ofrecer eficientemente.
Los siguientes dos y medio siglos, han mostrado que los mercados, autorregulados o intervenidos, tienden a producir con cierta regularidad profundas y muy destructivas crisis económicas que han desafiado una y otra vez la teoría del mercado completamente autorregulado. El siglo XIX vio la aparición de crisis financieras periódicas que estimularon el desarrollo de diversas teorías económicas. La Gran Depresión de 1929 y la crisis financiera del 2008 demostraron que los mercados, en ausencia de regulaciones, tienden a generar graves externalidades negativas que afectan a toda la sociedad. La respuesta a estas crisis ha sido un aumento en la intervención estatal, bajo el argumento de que un gobierno activo puede corregir fallas del mercado y estabilizar la economía.
John Maynard Keynes con su “Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero” proporcionó una justificación teórica para la intervención gubernamental. Su teoría sostenía que, en tiempos de crisis recesiva, los gobiernos deben estimular la demanda mediante el gasto público para evitar recesiones prolongadas y cuando se presentan procesos inflacionarios el gobierno debería disminuir la demanda agregada, la pública y/o la privada mediante un incremento a los impuestos al consumo. Este enfoque, aunque criticado por algunos liberales clásicos, no es radicalmente incompatible con los principios fundacionales del liberalismo si se entiende solo como un medio para preservar la estabilidad de la economía y la libertad individual en el largo plazo.
La justificación para una intervención estatal moderada también se encuentra en la teoría del «liberalismo ordoliberal» promovida en Alemania. Este modelo reconoce que el Estado debe establecer un marco normativo sólido para garantizar una competencia justa, evitar monopolios y fomentar la innovación. De esta manera, la intervención gubernamental no es vista como una interferencia en el mercado, sino como un mecanismo para garantizar que el mercado funcione de manera óptima.
Incluso Friedrich Hayek, uno de los principales defensores del liberalismo clásico en el siglo XX, reconocía en «Camino de servidumbre» que el Estado tiene un papel en proveer bienes públicos y establecer regulaciones que protejan la libertad individual. Para Hayek, el problema no es la intervención estatal en sí, sino la expansión descontrolada del poder gubernamental que erosiona las libertades individuales.
En la actualidad, la intervención gubernamental se justifica principalmente en áreas como la regulación financiera, la política ambiental y la provisión de servicios básicos como salud y educación. Desde una perspectiva de liberalismo clásico adaptado, se puede argumentar que estas intervenciones son legítimas siempre y cuando se enfoquen en corregir fallas de mercado sin sofocar la innovación ni restringir excesivamente la libertad individual.
El desafío radica en encontrar un equilibrio entre la eficiencia del mercado y la acción estatal. La experiencia ha demostrado que un mercado sin regulaciones puede derivar en crisis económicas y desigualdades extremas, pero un Estado demasiado intervencionista puede sofocar el dinamismo económico y restringir la iniciativa individual. La clave parece estar en diseñar políticas que respeten los principios de competencia, innovación y emprendimiento, al tiempo que garantizan una red de seguridad que proteja a los ciudadanos más vulnerables.
En conclusión, la reconciliación entre el liberalismo clásico y la intervención gubernamental no es una contradicción insalvable, sino un proceso de adaptación a las realidades del mundo moderno. Si bien el liberalismo clásico aboga por un Estado limitado, también reconoce la necesidad de ciertos mecanismos de intervención para garantizar un mercado justo y funcional. La clave está en mantener un Estado que facilite el desarrollo económico sin sofocar la libertad, asegurando que la intervención gubernamental sea precisa, eficiente y acorde con los principios de una sociedad libre.