Desde el inicio de los tiempos, la lucha entre el caos y el orden ha sido un tema central en la historia de la humanidad. Ilya Prigogine, premio Nobel de química en 1977, escribió un interesante libro acerca de cómo en la naturaleza el orden tiende a surgir del caos. En la Biblia, este conflicto se presenta desde el primer versículo del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo» (Génesis 1:1-2). La narrativa bíblica nos muestra cómo Dios introduce el orden en el caos primordial, separando la luz de las tinieblas, las aguas de la tierra, y estableciendo un mundo habitable para el ser humano. Este acto de creación no solo establece la estructura física del mundo, sino que también es un modelo para la organización de la sociedad: el orden es el elemento necesario y constituyente de la vida.

El Antiguo Testamento (Tanaj) de la Biblia no solo aborda el caos en un sentido físico, sino también en el ámbito moral y social, por ejemplo, en el libro de los Jueces se describe un período en el que «no había reyes y cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jueces 17:6), lo que llevó a la comunidad a un estado de anarquía y violencia. Sin una autoridad justa que establezca normas y guíe al pueblo, la sociedad tiende a fragmentarse. Este relato resalta la necesidad de un gobierno que imponga el orden y garantice la justicia.

En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo, en su carta a los Romanos, refuerza esta idea al señalar que la autoridad gubernamental es establecida por Dios para mantener la paz y castigar el mal: «Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo». (Romanos 13:3). Esta afirmación subraya que el gobierno no es solo una institución humana, sino una herramienta divina para preservar el orden y el bienestar común.

A lo largo de la historia, las sociedades que han prosperado han sido aquellas que han comprendido la importancia del gobierno como garante del orden. El desarrollo de leyes, instituciones y estructuras de poder ha sido clave para evitar el regreso al caos. Desde el Código de Hammurabi hasta las modernas constituciones políticas, la humanidad ha buscado formas de organizarse y asegurar así la convivencia pacífica.

Sin embargo, los gobiernos también enfrentan el peligro de la corrupción y el abuso de poder. Desde antiguos, la Biblia advierte contra líderes injustos y tiranos que se aprovechan del pueblo. En el Antiguo Testamento, los profetas condenaban a los reyes de Israel que oprimían a los más débiles y se desviaban de la justicia. Isaías denuncia a aquellos que «dictan leyes injustas y prescriben opresión» (Isaías 10:1), recordando que el propósito del gobierno debe ser siempre la equidad y la protección y seguridad de los ciudadanos.

El desafío político contemporáneo radica en alcanzar un equilibrio entre la autoridad necesaria para garantizar la estabilidad social manteniendo la responsabilidad democrática que exige que el poder sea ejercido con justicia y legitimidad. Como señala Francis Fukuyama, un Estado fuerte y eficaz es indispensable para evitar el colapso institucional, pero su fortaleza debe ir acompañada de mecanismos de rendición de cuentas y la existencia de un Estado de derecho sólido. La democracia liberal contemporánea ha desarrollado sistemas de pesos y contrapesos precisamente para evitar la concentración del poder y garantizar que el ejercicio del gobierno esté orientado al bienestar general. No obstante, cuando las instituciones pierden capacidad de gobernanza o se ven erosionadas por la corrupción o la ineficacia administrativa, se genera un vacío de poder que da paso al desorden, la proliferación del crimen y el debilitamiento de la cohesión social.

En un mundo caracterizado por la incertidumbre y el cambio acelerado, la necesidad de estructuras de gobernanza sólidas es un requisito central. Como lo argumenta John Rawls en su teoría de la justicia, el propósito fundamental del Estado debe ser garantizar la equidad en la distribución de derechos y oportunidades, asegurando que las instituciones políticas sean legítimas y cuenten con el consenso de los ciudadanos. En este sentido, el gobierno en su mejor versión no es solo un ente regulador, sino un instrumento de la justicia y la estabilidad, capaz de armonizar los intereses de la sociedad sin caer en el autoritarismo ni en la parálisis institucional. La protección de los más vulnerables y la garantía de la paz requieren un compromiso activo con los principios de la justicia, la equidad y la responsabilidad, evitando que el poder derive en prácticas arbitrarias o excluyentes.

Como advierte Pierre Rosanvallon, historiador político francés, la crisis de la democracia representativa ha llevado a una creciente desconfianza en las instituciones de gobierno, lo que plantea la necesidad de nuevas formas de legitimación del poder. Si el gobierno descuida su papel de garante de la justicia y la cohesión social, se abre la puerta a la fragmentación y al debilitamiento del contrato social. La historia demuestra que cuando los Estados fallan en su deber de mantener el orden con legitimidad y respeto por la dignidad humana, emerge la inestabilidad y el caos primordial se enraíza. Es, por tanto, responsabilidad de la ciudadanía exigir instituciones transparentes y eficaces, asegurando que el orden no sea impuesto a través de la coerción, sino construido mediante el consenso ciudadano y el reconocimiento de los derechos fundamentales de todas las personas.

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

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