Roberto Blum

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La palabra «discriminación» muchas veces evoca imágenes de injusticia, prejuicio y exclusión. Sin embargo, en su sentido más amplio, discriminar simplemente significa «distinguir» o «diferenciar». En el contexto de la educación y la formación personal, la capacidad de discriminar adecuadamente es esencial para desarrollar un juicio crítico, tomar decisiones informadas y navegar por la complejidad del mundo moderno. Así, la buena educación implica aprender a discriminar correctamente, es decir, a diferenciar entre lo verdadero y lo falso, lo relevante y lo irrelevante, y lo ético y lo inmoral.

Es evidente que vivimos en una era caracterizada por un flujo constante e inagotable de información. Las redes sociales, los medios de comunicación y el internet en general nos bombardean con datos, opiniones y noticias a cada momento. En este contexto, la capacidad de discriminar entre la información veraz y la desinformación es crucial. La buena educación debe equipar a las personas con las habilidades necesarias para evaluar la credibilidad de las fuentes, analizar críticamente el contenido de la información recibida y ser capaz de distinguir los hechos de las opiniones.

Por ejemplo, en el ámbito de la educación formal, una persona bien educada debe ser capaz de identificar las diferencias entre un artículo de una revista científica revisada por pares y una publicación en un blog sin verificación de hechos. Esta capacidad de discriminación no solo protege contra la manipulación y el engaño, sino que también fomenta un entorno crítico y de valoración más riguroso y siempre fundamentado en la evidencia.

Sin duda, la buena educación implica necesariamente aprender a discriminar en el ámbito moral y ético. Los dilemas éticos son una parte inevitable de la vida y la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto, es fundamental para el desarrollo de un carácter íntegro y responsable.

Este tipo de discriminación requiere una comprensión profunda de los valores y principios que guían nuestras acciones y decisiones. No basta seguir un conjunto de reglas impuestas, sino que la persona bien educada debe ser capaz de descubrir, reconocer e integrar a su vida los principios éticos que permiten vivir en una sociedad de personas libres y responsables.

En este sentido, la educación no se limita a la adquisición de conocimientos académicos, científicos o técnicos, sino que también debe incluir la formación en valores como la empatía, la justicia y la responsabilidad social. Así, el profesional bien educado no puede actuar basándose solo en la eficacia de sus conocimientos, sino también debe ser en consideraciones éticas y humanitarias.

Vivir, inevitablemente, requiere tomar decisiones informadas, considerando las diversas consecuencias sociales en el tiempo y sus repercusiones de estas sobre las demás personas. La toma de decisiones cotidianas es un área donde la discriminación juega un papel clave. La buena educación debe enseñar a las personas a sopesar las opciones, evaluar los riesgos y beneficios, y seleccionar el curso de acción más adecuado. Esta capacidad de discriminación es especialmente importante en un mundo donde las decisiones pueden tener consecuencias significativas para uno mismo y para los demás.

La capacidad de discriminar adecuadamente en los distintos ámbitos sociales es igualmente vital. Vivimos en sociedades cada vez más diversas y multiculturales, donde es esencial reconocer y respetar las diferencias mientras se mantiene un sentido de cohesión y solidaridad. La buena educación debe fomentar la capacidad de discriminar entre el respeto a la diversidad y la perpetuación de estereotipos y prejuicios.

Por ejemplo, al interactuar con personas de diferentes orígenes culturales, una persona bien educada debe ser capaz de discernir entre prácticas culturales legítimas y aquellas que puedan ser perjudiciales o discriminatorias. Esta discriminación cultural no implica juzgar o menospreciar, sino más bien comprender y valorar las diferencias de manera informada y respetuosa.

En conclusión, se puede afirmar que la buena educación es, en esencia, saber discriminar. Esta capacidad de discriminar adecuadamente, en sus múltiples formas, es fundamental para el desarrollo personal y social. Desde la evaluación crítica de la información hasta la toma de decisiones éticas, pasando por la apreciación de la diversidad cultural, la discriminación bien entendida es una herramienta poderosa que nos permite navegar por la complejidad del mundo contemporáneo. Una educación que fomente estas habilidades no solo forma individuos informados y competentes, sino también ciudadanos responsables y éticamente comprometidos. En última instancia, saber discriminar es saber vivir sabía y rectamente.

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