Roberto Blum

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En los últimos meses, las tensiones globales han alcanzado un punto álgido, que recuerda peligrosamente a los momentos previos a grandes conflictos históricos. Los tambores de guerra están sonando en diversas regiones del mundo, y la comunidad internacional observa con preocupación la escalada de disputas que, si no se manejan con prudencia, podrían desencadenar una conflagración de proporciones devastadoras como resultado de la rápida desintegración del orden internacional vigente.

Es esencial recordar que, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados-nación vencedores establecieron una serie de instituciones con el propósito de promover y mantener la paz que se había logrado después de pagar un enorme costo humano y económico. Europa y Asia habían quedado completamente devastadas. Solamente los Estados Unidos habían salido relativamente indemnes. Así, en 1945 se estableció la Organización de las Naciones Unidas (ONU), como un foro en el que podrían participar todos los Estados-nación, con el propósito de contribuir a la paz y evitar la guerra. Además, se estableció la Corte Internacional de Justicia para resolver pacíficamente las controversias entre los Estados. También se crearon instituciones con propósitos económicos, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y los acuerdos de Bretton Woods, para regular y facilitar las relaciones financieras entre los países. De esta forma se construyó un orden internacional, que ha estado vigente hasta no hace mucho.

El panorama global actual es inquietante. En Europa, la situación de Ucrania sigue siendo el epicentro de una crisis que parece no tener fin. La invasión rusa como reacción al intento de integrar a Ucrania en la OTAN, ha desatado una cadena de reacciones que van desde duras sanciones económicas hasta el refuerzo de la alianza militar occidental. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ha incrementado su presencia en el este del continente, y la retórica entre Moscú y las capitales occidentales se está endureciendo cada día más. Este conflicto, que ya ha cobrado cientos de miles de vidas y desplazado a millones de personas, amenaza con extenderse si no se encuentran vías diplomáticas efectivas para su resolución.

En Asia, la situación en el Estrecho de Taiwán genera un clima de incertidumbre constante. China ha intensificado sus ejercicios militares cerca de la isla, que la República Popular China (RPC) considera parte integral del país, mientras Estados Unidos reafirma su compromiso con la defensa de Taiwán. Esta demostración de fuerza por ambas partes podría escalar rápidamente, llevando a una confrontación directa que tendría implicaciones no solo regionales, sino globales también. El Medio Oriente continúa siendo un hervidero de conflictos latentes y manifiestos. Las tensiones entre Irán e Israel han aumentado en los últimos meses, con ataques y represalias que mantienen a la región en vilo. La reciente incursión israelí en Siria y los ataques a infraestructuras críticas iraníes muestran un patrón de hostilidades que podría escalar a una guerra abierta. Además, la inestabilidad en países como Yemen, Siria y Palestina sigue siendo una fuente de enorme sufrimiento humano y un foco abierto de inseguridad regional que podría expandirse dadas las alianzas con poderosos actores extrarregionales, tales como Rusia, China y los Estados Unidos, considerando los intereses y la importancia estratégica de la zona por el petróleo y el gas existentes en el subsuelo de la región.

Si bien América Latina no está involucrada directamente en la grave inestabilidad de otras regiones, tampoco está exenta de las tensiones globales. La crisis política, económica y social de Venezuela, junto con la inestabilidad y violencia de Haití o países como Perú, Ecuador y Colombia se traduce en un caldo de cultivo para agravar los conflictos internos y propiciar la intervención externa. La creciente influencia de potencias extrarregionales, como China, Rusia y de nuevo España, tras ciento treinta años, en el continente americano introduce nuevos elementos de incertidumbre en una región históricamente dominada y fuertemente influida por los Estados Unidos, según la “doctrina” declarada por el presidente Monroe en 1823.

En este contexto de tensión creciente, la diplomacia se presenta como la única salida viable para evitar el desastre. Las conversaciones multilaterales, los Acuerdos de Paz y las negociaciones bilaterales son más necesarios que nunca. Los líderes mundiales tienen la responsabilidad de buscar soluciones pacíficas y sostenibles, priorizando el diálogo por encima de la confrontación. La historia nos ha enseñado que las guerras son fáciles de iniciar, pero extremadamente difíciles de detener. Los costos humanos, económicos y sociales son incalculables, y las cicatrices pueden durar generaciones. Por ello, es imperativo que la comunidad internacional redoble sus esfuerzos para apagar estos fuegos, antes de que se conviertan en incendios incontrolables.

La ciudadanía también tiene un papel crucial en este escenario. La presión popular puede influir en las decisiones políticas, y es vital que las voces de la paz se hagan escuchar en todo el mundo. La educación y la sensibilización sobre los horrores de la guerra son herramientas poderosas para prevenir conflictos, aplicando los principios éticos y jurídicos, que la humanidad ha ido descubriendo en su desarrollo milenario.

En conclusión, los tambores de guerra están sonando con una fuerza preocupante, pero aún estamos a tiempo de silenciarlos, trabajando todos en construir una sociedad formada por personas libres y responsables.

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