En la primera parte de esta columna hablamos del contexto en que se convocó a la Asamblea Nacional Constituyente de 1984, y de cómo logramos aprobar una Constitución sin carga ideológica, a diferencia de los intentos anteriores. Fue la primera que no se escribió a dedo, ni se trabajó sobre un borrador elaborado por el gobierno de turno. Surgió del consenso entre sectores diversos, con visiones distintas, pero con un compromiso común: construir una base legal legítima y duradera para la democracia.
Pero el problema de fondo es que nadie la conoce. Y cuando digo nadie, me refiero a un desconocimiento generalizado, incluso entre quienes la redactamos. Esta semana lo comprobé una vez más: algunos compañeros constituyentes no logran describir con claridad ni sus principios fundamentales. Se habla de democracia —y por supuesto, Guatemala es una democracia—, pero se olvida que somos una república, y que la Constitución así lo establece. La democracia es nuestro sistema de participación, pero es dentro de una estructura republicana que garantiza el equilibrio de poderes, los derechos individuales y la alternancia en el poder.
El problema es que no se puede ejercer ciudadanía plena si no se conoce la Constitución. No se pueden exigir derechos, ni cumplir deberes, ni mucho menos desempeñar un cargo público con integridad sin conocer el texto que marca los límites, las responsabilidades y las garantías. ¿Cómo puede alguien defender la democracia si ignora los principios que la sostienen?
La Constitución no tardó en ser puesta a prueba. Apenas íbamos por la mitad del segundo año del nuevo gobierno democrático, cuando el entonces presidente Jorge Serrano Elías intentó disolver el Congreso, las cortes y otras instituciones clave. Alegaba chantajes, corrupción y obstrucción. Pero lo que realmente ocurrió fue un intento de concentrar el poder, de romper el orden constitucional y convertirse en un tirano más.
La reacción fue inmediata. La ciudadanía salió a las calles, los constituyentes nos pronunciamos, la comunidad internacional condenó lo sucedido. Incluso la Corte de Constitucionalidad, que había sido disuelta, se reunió de emergencia y emitió una resolución clave que permitió al Ejército destituir a Serrano. Fue expulsado del país, y hasta hoy no ha podido regresar.
A partir de ahí, el Congreso utilizó el marco constitucional para restablecer el orden. Aunque la vicepresidencia —también implicada— renunció, dejó una terna, de la cual fue electo Ramiro de León Carpio como nuevo presidente. Él, a su vez, presentó su propia terna para elegir a su vicepresidente. Así, con todos los desafíos del momento, la Constitución funcionó. A pesar de su juventud, demostró su fortaleza institucional, resolviendo una crisis sin violencia ni rupturas, respetando la legalidad y la sucesión legítima del poder.
Pero NO SE VALE que ese momento histórico, en el que la Constitución demostró su valor, se haya usado luego como excusa para modificarla con fines políticos. En nombre del cambio y bajo presión, se disolvió el Congreso porque “la voluntad popular así lo pedía”. Se aprobaron reformas que permitieron remover cortes completas, una de las intenciones originales de Serrano. Al final, el golpe que se evitó en las calles, triunfó desde adentro del sistema, disfrazado de legalidad.
Hoy seguimos pagando las consecuencias. Aquellas reformas constitucionales nos desviaron del rumbo original y desmantelaron el proyecto de refundación del Estado que apenas comenzaba a construirse. Reformas hechas al margen del espíritu constituyente, atendiendo intereses particulares más que principios.
Y seguimos cayendo en el mismo error. Se modifican leyes fundamentales —como la Ley Electoral y de Partidos Políticos— de forma antojadiza, sin una visión integral ni una discusión seria. Lo grave es que esa ley tiene rango constitucional, y su deformación ha contribuido al colapso del sistema de partidos políticos. Hoy nos encontramos ante una democracia debilitada, sin instituciones confiables ni partidos sólidos, y muchos de los responsables de gobernar o legislar ni siquiera conocen la Constitución que juraron respetar.
YA ES HORA de que asumamos con seriedad la tarea de dar a conocer la Constitución, de exigir que se cumpla y se respete. Y también de reformarla, sí, pero no para seguir acomodándola a intereses particulares o coyunturas políticas, sino para devolverle su sentido original. No se trata de reescribirla desde cero, sino de rescatar el espíritu con el que fue concebida: el de un gran acuerdo nacional, sin ideologías impuestas, con base en el diálogo y el compromiso.
Hoy vivimos en un país donde las reglas del juego cambian según la conveniencia de quienes ostentan el poder. Pero cuando se redactó la Constitución, los constituyentes supieron dejar a un lado sus diferencias, los intereses partidarios y hasta el resentimiento electoral, para construir un marco común que nos diera futuro. Ese ejemplo debemos recuperarlo.
No podemos seguir improvisando reformas. Todos —ciudadanía, funcionarios, partidos y sociedad civil— somos responsables del deterioro institucional que hoy enfrentamos. Si no volvemos a la raíz, si no recuperamos esa Constitución que nació del consenso y del compromiso real con Guatemala, seguiremos perdiendo mucho más que una estructura legal: estaremos perdiendo la posibilidad de construir una república verdadera.