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El distinguido escritor guatemalteco, novelista y cuentista de las ligas mayores, escribió varios cuentos que recibieron la distinción del Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias del año 2013. Cuando me visita, siempre me regala un libro con dedicatoria; pero La Reina Ingrata, por el que se adjudicó tan importante Premio, lo marqué en alguna librería y por eso no tiene los garabatos de sus dedicatorias. Y como ahora, como convaleciente, tengo tiempo para leer, desempolvé el libro La Reina Ingrata y me lo leí de cabo a rabo. En el fondo y aún cuando La Reina Ingrata es el penúltimo cuento del libro, pareciera que estoy oyendo a Pepe Mujica advirtiendo las consecuencias perniciosas de la sociedad de consumo, pues la reina ingrata, por andar comprando a plazos una serie de ganchos del consumismo, terminó dejando en cueros a sus afligidos padres, con la alcahuetería de la mamá, en donde el padre alguna vez se sintió orgulloso de que su hija, una tal Carlota, fuera electa reina del banco donde trabajaba. Y como había que comprarle un vestido bordado de lentejuelas, como diría Agustín Lara sobre el mar de Veracruz, más zapatos de charol y la diadema que el banco tenía que dar, pero nunca la dio, pues el pobre padre tuvo que romper la alcancía del viejito acurrucado haciendo sus necesidades, que había comprado como recuerdo de un viaje a Esquipulas, en lugar de utilizar el colchón de paja que compró en la avenida Bolívar. Y todo para que al final se fuera de la casa la tal reina ingrata y dejara a los padres viviendo en una vecindad sin agua, sin luz, sin desagües y con piso de tierra. Bueno, todo eso se retrata en ese maravilloso relato corto, que no lo sigo relatando porque debe usted leerlo. En verdad, todos los cuentos de este libro de Víctor Muñoz son maravillosos. Me asombra su modo de escribir; sus personajes hablan como si uno estuviera oyendo los diálogos en las calles, en los mercados cantonales, en las cantinas. Suelta las expresiones comunes, sencillas y corrientes, como abrir una talanquera para que los chivos salgan brincando para todos los lados que quieran ir. Y no puede ser más humano que eso de las Confesiones Incómodas, en donde se ve lo ruin que son las discriminaciones. En fin, para qué decir más. Leer a Víctor es un deleite. Es un recordar, a mi juicio, la gracia de Los Cuadros de Costumbres de Pepe Milla o los Recuerdos de Aldea de Juan José Arévalo, que quizá son producto de las vivencias de ese itinerario vivencial que Víctor tuvo al vivir en varias provincias, antes de terminar consagrado y con eso se gana el pan vendiendo seguros y muy seguros.   

René Arturo Villegas Lara

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