Aunque para mi gusto es más placentero el mes de noviembre, diciembre está más lleno de estampas del folclor del área rural. En noviembre se vuelan barriletes, se tapisca la milpa, se devora el paisaje del fiambre, con los jocotes en miel y si no hay jocotes, pues deben ser amarillos, se le entra al ayote en miel.
Claro que hay otros encantos, como ir a saludar a los muertos, ya no ir a la escuela por las vacaciones e iniciar las encantadoras posadas. Pero, decía que diciembre tiene otras fantasías, por lo menos así era en mi pueblo, Chiquimulilla.
Se iniciaba el mes con el desfile y baile de los viejos, en los que, regularmente, era jóvenes xincas vestidos de mujer y con máscaras de pasta de papel, bien pintadas, y que bailaban al sonsonete de una marimba sencilla, pidiendo dinero para la cofradía que celebrará la venida del Niño Jesús, para el 24 de diciembre.
Era el mes cuando don Manuel Colorado, conocido así por su rostro rubicundo, se vestía de rey, con capa, flecos negros como canelones de papel de barrilete y su corona de cartón forado de láminas de oro. Con esos atuendos recorría el pueblo montando su caballo tordillo, que en otras fechas lo ayudaba con las cargas de leña que traía de las selvas umbrías donde habitaba, para que funcionaran los hornos de las panaderías.
Él también pedía ofrendas dinerarias para las celebraciones católicas de la Noche Buena. Y como las posadas seguían en la primera dos semanas de diciembre, pues allá íbamos la parvada de patojos acompañando lo cortejos y recibir nuestro trozo de marquesote y el vaso de fresco colorado de temperante.
Y era la fecha de las “loas”; una especie de teatro rural que doña Adelita Franco organizaba y dirigía, para representar las obras los meros días de la Navidad y que versaban sobre estampas de la cristiandad, como lo “autos sacramentales” de épocas pasados en España, según Calderón de la Barca. Y como a uno se le olvidaban los papeles, la Nía Adelita la hacía de apuntador alumbrándose con una candela.
También era la época de la rifa del chivo, que un hacendado le regalaba a la Cofradía para rifarlo y hacerse de fondos para celebrar la Navidad, y al tal chivo, adornado de flecos, lo paseaban por las calles del pueblo vendiendo los números para la rifa, acompañados del pito y el tambor de don Yeyo Pitero.
Ya para los meros días, don Lencho Colindres habría su negocio en la calle aledaña a la iglesia y uno tenía donde comerse su tamal a las doce del 24, con rodajas de limón y de pan francés traído de la Capital. Y todas esas felicidades seguían con la serenata obligada al profesor Lico Morales, el 25, después con el baile de año nuevo y el cambio de varas cuando la parranda del año viejo y el año nuevo se realizaba en el antiguo salón municipal, esperando el apagón de la luz a las 12 para todo lo que a usted se le antojara hacer. Por último.
Todo terminaba el 6 seis de diciembre con el Baile del Sombrerón, en el Barrio Belén. Finalizadas las fantasías de diciembre, había que hacerle punta a los lápices y a los crayones y regresar a la escuela a principiar el nuevo y a esperar que los meses pasaran y llegaran de nuevo los meses de noviembre y diciembre.
No sé; pero siento que los años de antes corrían más despacio. Hoy corren más de prisa.







