Ignoro si en los países de América existe la costumbre que los patojos gozan con pedir gorra para la celebración del día de los santos. Al menos sé que algo de eso hay en México, en donde el culto a los muertos es toda una parafernalia, casi como una variante de carnaval. En Chiquimulilla los patojos del barrio de Champote, teníamos la costumbre de salir a pedir gorra, al igual que los niños de otros barrios. Y las familias ya sabían que más de algún grupo les llegaría en calidad de gorrones.
En mi barrio formábamos el grupo con Ricardo Mayén, Hugo Salazar, mi hermano Edwin, Armando Melgar Moreno, Rolando Jerez y yo. Antes había que ir a la carpintería de don Medardo a que nos regalaran una regla de vara y media y cuatro tablitas para hacer una especie de estandarte en donde se sembraba una candela de cebo o de parafina y al fondo del cajoncito que hacíamos con las tablitas se ponía una estampa de algún santo. Y entonces, como a las 7 de la noche, iniciábamos el recorrido gritando una estrofa que decía: “Ángeles somos, del cielo venimos, gorra pedimos”, y al llegar a una vivienda, como la de doña Adelita Solares de Guevara, no entraba a la sala y teníamos que rezar a las imágenes: “Santa María madre de Dios, ruega por nosotros pecadores a la hora de nuestra muerte amén”, entonces nos daban la gorra: naranjas, lima limones, guineos majunches, tamales y una bolsa con ayote en dulce. Todos esos regalos o gorra se metían en un costal que llevaba uno de los patojos gorrones.
Había unos niños malosos que hacían matatuza y nos quitaban la gorra a pura trompada limpia. Pero nosotros le dábamos el costal al gorrón Armando Melgar, porque era bueno para los pencazos, más un garrote para darle su merecido al matatucero que quisiera hurtarnos la gorra. Todo eso sucedía el primero de noviembre que dicen que es el día de los niños que se mueren, pues el día de los difuntos mayores es el dos de noviembre.
Había casas donde la familia era espléndida y daban bastantes cosas de comer y entonces coreábamos: “Aquí es la casa de la piñas en donde viven buenas niñas”, y si no daban nada coreábamos: “Aquí es la casa de las palanganas en donde viven solo haraganas”. Ya como a la diez de la noche, visitada todo el vecindario programado, nos sentábamos en una banqueta y repartíamos la gorra, que solo aguantábamos por ser patojos golosos, pues se comían los tamales, los majunches, las naranjas y el dulce de ayote: era el fiambre nuestro.
Qué alegre era pedir gorra y se esperaba el día de los santos como aguacero de mayo, pues solo se pedía una vez al año. Espero que esa tradición se mantenga y no esa gringuería del Halloween.







