Mis abuelos paternos eran originarios y vecinos de Guazacapán, tierra de flores y de brujos, a quienes no conocí, porque cuando me inicié en el milagro de la vida, ya habían fallecido. Pero un mi tío, que era el patriarca de los descendientes de esa familia Villegas-Orantes, me contaba que el abuelo se llamaba Sacramento, que en griego significó una gracia invisible.
Afortunadamente, ya había pasado esa costumbre de heredar los nombres de los ascendientes, porque hoy, yo habría estado en una notaría para cambiarme nombre, con mil perdones a la memoria de mi abuelo Sacramento Villegas, dueño de una fábrica de cohetes instalada en Guazacapán allá por 1905. Pues resulta que el tal abuelo, además de padre responsable y trabajador durante toda la luz del día, tenía la costumbre de irse por las noches al estanco de la Nía Joaquina, se juntaba con los amigos, bebían trago de olla y el abuelo charrasqueaba la guitarra cantando en coro “De la sierra morena cielito lindo…” y cuando ya la habían repetido como veinte veces, empezaban otra: “Cuatro milpas tan solo han quedado…”, “Flor del café…” y así, les llegaban las doce de la noche cantando y bebiendo; y entonces se despedían para irse a su casa porque era la hora de las brujerías.
Mi abuela, que se llamaba Nicolasa, nombre más aceptable, queriendo terminar con las juergas del abuelo contrató a doña Tencha Ramírez, que era bruja de mucho prestigio, para que le diera un buen susto a don Sacramento para cuando regresara agarrándose de las paredes y balcones y poder llegar a su cama. Doña Tencha inició el conjuro como a los 11:30, rezó la oración del puro y repetidamente decía: “Bájate pellejo, bájate pellejo, bájate pellejo”. Y se le fue desprendiendo la piel, como mariposa emergiendo del capullo, hasta que se transformó en una hermosa chompipa que gorgojeaba de forma distinta a las del corral. Y sucedió que cuando el abuelo venía agarrándose de los balcones, una chompipa con la cola abanicada, se le cruzaba y se le cruzaba bailándole como que anduviera en brama. En una de tantas, el abuelo logró agarrarla, la apretó con un brazo y se la llevó a su casa: “Mañana comemos chompipa pensó”. Entonces la amarró a una pata de la cama y se dedicó a roncar como lo hacen los bolos. En el amanecer, al levantarse vio que doña Tencha Ramírez estaba atada a la pata de la cama, pues ahora se le había subido el pellejo. Y entonces, entre la resaca, pensó: “Comadre: los esfuerzos de la Nicolaza no dan resultado: yo seguiré bebiendo con mis amigos, tocando la guitarra y cantando canciones que llegan al alma…”.







