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Don Joaquín, maestro del cemento y la cuchara, era muy solicitado en todos los alrededores del Cerrito del Carmen en asuntos de albañilería. Cualquier arreglo de su oficio, como tapar goteras en el invierno, destapar desagües atorados por tirar las hojas corrugadas de papel periódico en los inodoros o pintar paredes con cal y añilina o esa que llaman pintura de hule. Cuando estaba por llegar a los setenta años de estar es este dichoso mundo, la familia decidió celebrarle el cumpleaños y fueron invitando los vecinos más allegados. Desde que se vino a vivir a la capital y conseguir vivienda en este cerro de   leyendas, habían pasado como cincuenta años. Los vecinos le decían don Yaco y era originario de San Juan Sacatepéquez. Emigró a esta capital en busca de otros horizontes y paró engrosado las filas de los laborantes de la arena y el cemento. Desde que llegó a este valle de la Ermita, se convirtió en la persona que no le hacía el feo a cuanto “chapús” necesitara de sus habilidades prontas y cumplidas. 

     El día del cumpleaños, destaparon unos pulmones de India Quezalteca, se sirvieron tamales con suficiente gordo, paches de Xela de pura papa, con su chile verde en el centro, y rodajas de francés de Las Victorias.  Y no faltó la fragancia de las hojas de pino que regaron en el suelo. A doña Minguita, esposa de don Joaquín, se le ocurrió que había que bailar y en una vieja victrola pusieron un disco de la Gloria Tecpaneca, ya rayados por el uso, pero que aún reproducía el vals “Noche de Luna entre Ruinas”, de don Mariano Valverde. Entre los bailadores había unos que tenían un pie como cuarto de hora, pues paso a paso juntaban el pino en montoncitos verdes y la muchacha tenía que desperdigarlo de nuevo con una escoba. Todo estaba muy alegre; pero, en eso, a don Joaquín, ya pasado de tragos, se le ocurrió ponerse a llorar, repitiendo que añoraba sus querencias en San Juan Sacatepéquez y los meses de mayo y junio cuando revoloteaban los zompopos entre calles y callejones. Y eran tan dramáticas sus lágrimas, que don Ildefonso, un vecino que tenía un jeep de la Guerra Mundial, le dijo que si tanto era la gana, en ese instante se iban a San Juan, aunque no fuere el tiempo de zompopos. Entonces, como siete bailadores ocuparon el yipito y se largaron para San Juan. Al llegar al pueblo, se encontraron con que la casa donde había nacido don Joaquín, ya no existía. Así que se fueron a una cantina a seguir tomando trago y, por suerte, el dueño del estanco tenía zompopos enfrascados, de cuenta y caso que no se quedaron con la gana de comer zompopos. Más bolos que al principio, don Joaquín empezó a cantar La Sanjuanerita, con un timbre de voz nada afinado. Otro parroquiano que bebía en la mesa de la esquina, se puso de pie y le dijo al cantante: “Mire amigo: yo soy cuñado de Neto Monzón y usted me canta La Sanjuanerita como jilguero o hasta aquí llegaron sus desgracias personales”. Entonces intervino el dueño del estanco, logró calmar al bolo berrinchudo y lo encerró en el cuarto del escusado, que si no, a saber en qué hubiera parado el altercado. Calmada la tormenta, regresaron a la capital y al llegar a la casa de don Joaquín encontrando a las mujeres bailando mujer con mujer porque todos los hombres se habían ido a San Juan, a tratar que se esfumara el recuerdo de los zompopos y de las antiguas querencias.

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