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Dicen que las casas abandonadas se caen por la soledad que impera en sus adentros o por volverse madrigueras de cualquier animalito que no tiene dónde vivir. Esas casas no es que guarden algún misterio; lo que pasa es que por estar cerradas y las puertas selladas con candados, aldabas o atrancadas por dentro con vigas de Guayacán, que para algunos es madera más dura que las vigas de acero.

Estas casas cerradas y abandonadas, es natural que no respiren y terminan cayéndose a pausas: primero los techos, después las paredes y por último todo se vuelve un montón de tierra, sobre todo si la casa es de adobe. Sólo, y por milagro, quedan de pie solo las puertas, gracias a que están enganchadas a las mochetas que los albañiles incrustaron en los adobes de las paredes. Y lo que pasa es que una casa cerrada y abandonada, ¿Por dónde respira? Es natural que se llene de polvo, orines de ratas, pelos de tacuacines, basuras de ardillas y una que otra masacuata que encontró cobijo y alimento entre las fantasmales oscuridades de una casa abandonada y ese olor a viejo que el tiempo y la oscuridad hace que tenga una entidad material.

La casa abandonada que yo conocí en este pueblo, tenía treinta habitaciones con puertas de madera que daban a un largo corredor y donde en cada horcón descansaba un bote de pintura de agua, que alguna vez sirvieron de macetones. El corredor, antes de poner los pies en el patio, tenía arcos de madera donde terminaban las tejas y caían chorritos de agua cuando llovía. En las vigas aún estaban las armellas donde quizá colgaban macetas con colas o pelargonios. Bueno, al menos es lo que me imagino.

La gente decía que esa casa tenía sus misterios porque en un tiempo llegó una bruja de Guazacapán y en la soledad de esa casa, adivinaba la suerte y rezaba la Oración del Puro. Un día la bruja desapareció y nunca se supo de sus huesos. Pienso que si existe el inframundo, se la llevaron a lugares menos conflictivos. Una vez que tuve el valor de entrar, cuando recorría el largo corredor, sentía que se cruzaban de puerta a puerta unas siluetas que eran como de niebla y se escuchaban risitas burlonas que no venían de un bulto de carne y hueso.

Un día apareció por el pueblo un muchacho que venía del caserío del Ujuxtal y como era retrasado y odiaba los pelos, le gente lo llamaba “Chaco Pelo”, pues se llamaba Ciriaco. La mera verdad es que por su condición mental y no tener conciencia de que en esa casa abandonada salieran espantos, él se posesionó del inmueble y era su vivienda cuando aparecía por el pueblo. La rutina de Chaco Pelo era pedir cualquier ayuda en las casas y las señoras le decían que cantara una canción y entonces hacía como que bailaba un merengue y decía: “En una casa de Tamalameque, dice que sale una llorona loca…” Sepa el diablo donde se aprendió esa frase. Un día también Chaco desapareció y todos pensaron que las almas que estaban refugiadas en los cuartos de la casa abandonada, se lo habían llevado a regiones más hospitalarias del Universo.

Cuando ocurrió un temporal que duró doce días, los adobes de las paredes se empaparon de agua y ya no soportaron estar de pie, terminando todo en un montón de tierra y bastantes láminas oxidadas. Quizá la casa abandonada se fundió por el encierro de cuarenta años o por la falta de aire que no podía corretear entre sus cuartos. Lo cierto es que esa casa abandonada se abandonó para siempre.

René Arturo Villegas Lara

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