Fue una tarde del mes de junio cuando se empezó a sentir un viento ligero, que algunos ancianos dijeron que venía un norte fuerte. Y en verdad los árboles grandes principiaron a moverse para un lado y para otro, como bailando, y los pequeños se quebraban por la fuerza del viento. La abuela nos dijo que en el patio hiciéramos una cruz con ceniza, para que nuestra casa se salvara del ventarrón. En unas horas, las campanas de la iglesia empezaron a repicar, pues el aire las movía como si el sacristán estuviera anunciando algo. El Cura les dijo a los músicos de la banda que ya no siguieran con el ensayo y que se fueran a sus casas porque la cosa no anunciaba nada bueno. El maestro Tello, que dirigía la banda, les dijo a los músicos que el cura tenía razón, porque los empedrados de nubes que se habían visto en el cielo, eran presagios de algo malo. Uno de los patojos que se iniciaba en el aprendizaje de la trompera y que era bastante curioso le preguntó al maestro Tello que qué era un presagio; pero, sólo se le contestó que a saber. Mientras tanto, los aires siguieron aumentando, los pájaros se escondieron y los zopilotes se fueron volando hacia las cuevas de Güilón. A quienes les fue mal, fue a los que tenían sus ventas en las calles alrededor del pequeño mercado, porque el fuerte viento desprendió los plásticos negros que se fueron volando sin que se haya sabido a dónde fueron a parar. Ya iniciada la huida del sol, se oyeron unos grandes retumbos que seguramente venían del mar y todos vieron palpablemente cómo se levantaba un inmenso remolino, casi como un tornado que se dan allá lejos. Los de la aldea vieron cómo se entorchaba el aire en el horizonte del mar, por precaución decidieron amarrarse a los troncos de los cocales, que tienen raíces profundas, con la esperanza de que el mar no se saliera de la playa. Y era tan fuerte el remolino, que los cayucos que estaban aparcados en la orilla del zanjón se levantaron volando y daban vueltas en el centro del viento donde cabal se veían hasta los tiburones y delfines como si fueran ángeles perdidos volando en busca del cielo. Aquí en el pueblo solo escuchamos los retumbos del mar y el chiflido del huracán cuando se enmontañó y agarró para Cerro Redondo. Como todos los vecinos se encuevaron en sus casas, se sentaron a rezar para que Dios los salvara del remolino y de las cosas que caían en los tejados y enlaminados de las casas, haciendo una bulla de todos los demonios. Al clarear el día, la gente se asustó de ver cómo los patios y las calles estaban llenos de pescados que el remolino se trajo desde las entrañas del mar y dieron gracias a Dios que tendrían qué comer por muchos días. El maestro Tello no desperdició la ocasión de comer pescado y, además, ahora sabía lo que es un presagio, a veces malo y a veces bueno.

René Arturo Villegas Lara

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