Los pueblos originarios se asentaban en lugares cercanos a los ríos para proveerse de agua. La región sur de Santa Rosa, departamento al que pertenece Chiquimulilla, tiene vestigios de los xincas; por ejemplo, en las extensas llanuras de mi pueblo, buscando la orilla del mar Pacífico, hay una serie de montículos poco explorados por arqueólogos, en donde los xincas se protegían de las inundaciones del río de Los Esclavos. Por eso una de las aldeas más conocidas de Chiquimulilla es la aldea Los Cerritos, en donde no hay finca que en sus potreros no tenga montículos. Pues bien, los habitantes originarios de Chiquimulilla se asentaron en las faldas del Tecuamburro con dos ríos en sus alrededores: uno en el rumbo oriente de regular caudal llamado Ixcatuna; y otro al poniente llamado Urayala. El pensamiento mágico ha tejido historias de este segundo riachuelo, pues cuentan que por las noches aparece una princesa xinca, mostrando sus encantos de princesa; y también dicen que los migrantes que se bañan en sus aguas ya no se van del pueblo y peor si disfrutan el mushque. Este río Urayala parece que se va y regresa, porque para un deslave que ocurrió en septiembre de 1982, y que los vecinos conocen como La Lava, el pequeño río Urayala fue borrado del mapa, se llevó un montón de vecinos y dejó tiradas en el pequeño cauce unas grandes piedras como huevos de dinosaurio. Por supuesto que no fue lava del Tecuamburro, sino un desprendimiento de tierra a causa de los aguaceros de ese año. Y digo que se va y regresa, porque me contaba el amigo Lau, que el río en la actualidad lleva un poco de agua. Ese río Urayala es de gratos recuerdos de mi niñez. Los patojos de entonces le hacíamos tapas con piedra y hojas de guineo y formábamos pozas para nadar. Era famosa la poza de don Chilano, que estaba donde principiaba el camino viejo de Guazacapan. Con mis amigos de infancia, Héctor Pineda, Hugo Salazar y Otto Ordóñez, solíamos ir a las riveras del Urayala a agarrar butes que le vendíamos a la Nía Eva a cinco por centavo y que sospechábamos que se los daba de comer a un tecolote que tenía en su comedor. Cuando otros eran nuestros propósitos, nos íbamos a los nacimientos que había en las orillas del riachuelo, a las alturas de San Sebastián, a agarrar unas chamarritas, que ya fritas con todo y tripas eran un bocado de cardenal entre una tortilla tostada. Esas pequeñas mojarras tenían el aspecto de la tela rayada de los prisioneros y de ahí el nombre de chamarritas. ¡Qué felices fueron los años de mi infancia rural!