René Arturo Villegas Lara

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En la vida ocurren relaciones interpersonales que uno ni se da cuenta como llegan. A Víctor Muñoz, Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias, lo conocí por un pariente de su esposa, el canche le decíamos cuando fuimos internos en la Escuela Normal. Y de ahí se fue consolidando la amistad y hoy me siento orgulloso de ser su amigo. La semana pasada, en mi tranquila casa de San Juan del Obispo, me leí de un jalón esa extensa carta que es la más nutrida que se haya escrito en la literatura epistolar. ¿De dónde sacó mi amigo Víctor tantas cosas para llenar esa Carta? Quizá quemó un montón de candelas de cebo para ir relacionando tantos hechos que relatar. Además, me leí de un todo su amena biografía que describe su vida de patojo rural en una finca de un nombre raro, allá por donde el sol se duerme todas las tardes y las parvadas de loros lo despiden para que duerma tranquilo. Cuenta Víctor que soñaba con ser ingeniero, pero se graduó de licenciado en administración de empresas, para terminar como empresario en la venta de contratos de seguros. Cuando hay que picar piedra para salir adelante, muchos queremos ser una cosa y terminamos siendo otra cosa. La ingeniería perdió a un cultivador del emplasto, pero nos dio un notable escritor que ha dejado tanto a la literatura nacional y seguirá dejando. Una vez el poeta Edmundo Zea Ruano, hermano de Rafa el novelista, me regaló un su libro de poesía y me dijo que me lo iba a dedicar por si algún día le otorgaban el premio Nobel de Literatura, su poemario sería para presumir.  Este Víctor ha sido galardonado con el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias, para orgullo de sus amigos que lo tenemos en alta estima. Cuando yo estudiaba los primeros años de Derecho, Miguel Ángel Asturias vino a Guatemala y los muchachos que les preocupaba más la cultura que las leyes y demás yerbas, como Tono Móvil, Piky Díaz, Ariél Déleon y Tono Fernández Izaguirre, lo invitaron a dar unas conferencia sobre la novela comprometida. Entonces le dimos una cena en el restaurante Las Palmas, ya desaparecido, y entre plática y plática el maestro nos dijo que el escritor no debe olvidar los modos del habla popular porque esa es la vida que hay que trasladar a los lectores. Y entonces pienso en sus Leyendas de Guatemala o en los Cuentos de Barro de Salarrué, cuando Víctor hace hablar a los personajes que dicen: “algotros, viera, traiba, hombrecito, reverbereya”. Luego se fue a estudiar a Xela, después fue sheca y terminó en el Instituto Nocturno, no sé si el Humanidades, donde trabajaba don Amilcar Echeverría, Wilfredo Valenzuela y el doctor Hernández Santiago. Y como la vida es un movimiento perpetuo, para subsistir ha trabajado como vendedor de servicios funerarios- ocupación que también desempeño Manuel José Arce- vendedor de azulejos, vendedor de todo lo que se puede vender, para terminar en el negocio del seguro, en donde soy su jugoso cliente. Víctor no olvida su vida de patojo rural y que aprendió a nadar en los ríos como Dios y su santa madre lo trajo al mundo o usando calzoneta hawaiana; no se olvida que le picaban las hormigas arreadoras, en fin, de haber sido niño rural correteando entre zacatales en busca de codornices. La experiencia rural es algo que no tiene comparación.  Hará unos quince años que conocí a Víctor Muñoz, un gran escritor que ahora es de mis mejores amigos. 

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