René Arturo Villegas Lara
Cuando éramos niños y la vida de los pueblos era sencilla, sin radios, sin periódicos y por supuesto sin celulares y redes, más que las de los trasmallos y las atarrayas, la percepción de la vida rural soló sabía de una peste: la de los alcaldes corruptos que hacían obras imaginadas, pero que se cargaban al magro presupuesto municipal. De repente, se regaba la noticia: “está pegando la peste”. Y cuando uno preguntaba a quién, le contestaban que a las gallinas. Y en verdad, en los patios de las casas, gallos, pollos y gallinas empezaban a medio cerrar los ojos tristes, enterraban el pico y se morían. Por eso a un señor que tenía ojos raros le decían “pollo triste”. No había casa de Dios a donde no llegara la peste y la orden del alcalde era quemarlas con gas de candil para que no cundiera el mal. También se daba la peste de los coches, marranos, chanchos o como usted prefiera llamarlos y los chiqueros se llenaban de cadáveres, pero, era fácil quemarlos porque la grasa agarraba fuego con facilidad. Recuerdo que enfrente de mi casa, la Nía Tina tenía una “cochona” que llevaba ya nueves partos y la última peste se la llevó con todo y sus siete cochitos, que eran chiquitos porque el padre era un verraco curro, que lo tenían que subir a una piedra para poderle dar el salto del tigre a la cochona. La peste de los chuchos si era de cuidado porque era la rabia y entonces había que amarrar al chucho que se tenían para cuidar los patios en las noches. Recuerdo que peste de caballos, machos y mulas ocurrió una vez; y lo que la gente lamentó es que se muriera la mulona de don Adrián, porque era única por su gran tamaño y no era posible que dejara crías. Pero, peste de gente, nunca se supo nada. Una vez le dio tifoidea a una compañera de clase y se le pegó a otros alumnos; entonces llegó una brigada de sanidad a vacunarnos y recuerdo que daban hartas calenturas. De la viruela nunca supimos porque ya no había; de lo que no nos salvamos fue del sarampión, de las paperas, de la varicela o de la tos ferina. Pero todos esos males los curaban las abuelas con tizanas de tamarindo, cañafístula, pellejos de coches, chilates de mosh, lienzos de árnica, sinapismo de mostaza o conforte de huevo o “faumentos” de alcanfor para que no picara el cuerpo. Sin embargo, una pandemia, no la conocimos para completar el collage de nuestras vidas rurales. Y llegó; tarde, pero llegó. Contaba mi abuela que en 1918 hubo una pandemia de gripe española que se llevó a mucha gente. Y tío Herlindo narraba que en los tres pueblos de Chiquimulilla, Taxisco y Guazacapán, a los muertos los enterraban envueltos en petates y en los patios porque ya no había lugar en los camposantos. Y todo porque un cura español, de apellido Riveiro, que ejercía en el “curato” de Guazacapán, invitó al obispo de Escuintla, recién venido de Cuba, a bendecir la feria, confirmar bautizados y celebrar matrimonios innecesarios, y este señor nos llevó la tal pandemia. Y justo un siglo después nos viene esta pandemia del tal coronavirus. Y mire usted lo que son las cosas: nos agarra siempre con los calzones en la mano; desprevenidos; en condiciones precarias de salubridad. Así que hagámosle ganas; a encuevarse como se pueda; como osos invernando. Y si por casualidad la población se triplica, ya se sabrá responder como niño escuelero: sin culpa ni disculpa.