Por Lorenzo Fer
Las colinas de la Galilea se han venido cubriendo por siglos con mostaza silvestre. Se extienden, incontenibles, como un manto de arbustos de flores amarillas. Las plantas producen vainas, parecidas pero mucho más pequeñas que las de arvejas o de frijoles; esas vainas protegen unas semillas diminutas. Son las semillas de mostaza del Evangelio de este domingo. La mostaza es un vegetal que, según la especie y el clima, puede crecer como un árbol de unos 3 metros, pero por lo general es un arbusto anual o bianual que crece cerca de un metro a metro y medio (casi la altura de una persona promedio).
Al hablarnos del grano Jesús nos hace un reclamo y al mismo tiempo nos descubre el poder inimaginable de la fe. En efecto, Jesús nos está diciendo claramente que nuestra fe es más pequeña que esa diminuta semilla de mostaza: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza”. O sea, bien conoce Jesús las limitaciones, las penurias, de nuestra fe. Por otra parte, nos anima a “usar” el poder de la fe porque si la tenemos, aunque pequeña “”le dirías a ese árbol: “arráncate de raíz y plántate en el mar” y os obedecería””.
Cada uno de nosotros debemos hacernos la pregunta: ¿Qué tan grande es nuestra fe? ¿Qué tan firme son nuestras creencias? Y no me refiero a la tradición y la costumbre. Aquella fe que por haber heredado continuamos llevando de manera formal. Acaso una fe externa que nos tranquiliza respecto de los insondables misterios del más allá. Unos ritos sociales que mantienen una cohesión en nuestro grupo familiar. En pocas palabras, una fe superficial de la que nos ocupamos los domingos y, claro está, en aquellos momentos de necesidad o apuro.
Hace unos días escuchaba una entrevista al connotado cantautor Joaquín Sabina quien afirmaba que los españoles son cristianos católicos pero que más del 95% no creía en Dios. ¿Cómo así? Se refería a la creencia generalizada que cuando muere una persona buena se iba al cielo. Entonces, se preguntaba el artista, por qué los familiares y amigos de un difunto lloraban inconsolablemente para los funerales. Según Sabina deberían estar felices del arribo al cielo del finado. Aleluya, llegó al Paraíso. ¿Acaso no es tal el fin último de la existencia de un cristiano? Ahora bien, en parte tiene razón Joaquín, pero omite un aspecto muy importante. Me refiero al factor humano, a la despedida, a la ausencia, a la pérdida de un ser querido. Si despedimos a un familiar que se va de viaje un año, nos ponemos triste. Mayor será la tristeza si su viaje es por 3 años, o por 5 o si nos sabemos la fecha del retorno. Con mucha mayor razón, absoluta, la congoja es total cuando la despedida es para siempre; cuando sabemos que nuestro amado ya no va a estar con nosotros. Esa parte del duelo profundo es intrínseco en los seres humanos. Eso explica el intenso dolor de los deudos. La otra parte, a la que se refiere Sabina, también es válida. Si nuestras convicciones son consistentes debemos celebrar que nuestro difunto, como buena persona que fue, esté en la presencia de Dios.
Decía santo Tomás de Aquino que “la fe se refiere a cosas que no se ven y la esperanza a cosas que no están al alcance de la mano”. Por su parte san Ignacio de Loyola afirmaba que: “La fe sin dudas es credulidad.” Me encanta aquella letanía: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”. En medio de nuestras diarias ocupaciones no debemos perder la comunicación con Dios; reconocer sus presencia desde que nos levantamos hasta que nos acogemos nuevamente en nuestra cama. Hablar con Dios, pedirle, contarle, compartirle. Esa es la esencia del cristiano que hemos recibido de nuestra herencia veterotestamentaria: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tus fuerzas, con toda tu mente.”
Ojalá todos tuviéramos la fe de aquel niño que vivía en un pueblo angustiado donde no había llovido por muchos días y que salió en procesión rogativa para que lloviera… y llevaba su paraguas.