Lorenzo Fer
El Libro del Eclesiastés es considerado libro sapiencial y forma parte de los 46 libros del Antiguo Testamento. Tradicionalmente, se reconoce al rey Salomón como su autor quien, en el otoño de su vida, condensó sus pensamientos y consejos. ¡Vaya lujo de pensamientos: el más sabio en sus años sabios! Es un libro pequeño, pero condensado, al igual que se guardan en pequeños recipientes los mejores perfumes. Despliega concentrada erudición en cada uno de sus versículos. Es un texto religioso, obvio, pero su fragancia puede extenderse a otros campos, a otras creencias, porque contienen un análisis muy profundo de la existencia humana. Contiene enseñanzas de aplicación universal, válidas para cualquier época o cultura; incluyendo la nuestra.
De esta arcón de finísimas joyas han salido muchas frases o ideas que constantemente se repiten: “Hay un tiempo para todo, y un tiempo para cada cosa bajo el cielo” (nacer-morir, plantar-cosechar, matar-curar, llorar-reír, hablar-callar, amar-odiar, la guerra-la paz). “No hay nada nuevo bajo el sol”. “Perseguir al viento.” “Los ríos van a dar a la mar.” “Nadie sabe para quién trabaja.” “Volverá entonces el polvo a la tierra, como antes fue, y el espíritu volverá a Dios, que es quien lo dio.”
Algunos estudiosos consideran que su contenido es muy existencialista, algo pesimista y muy decantado en las realidades actuales, con poca proyección en la trascendencia de la otra vida. En algunos pasajes así lo parece, por ejemplo: “Anda, come con alegría tu pan y bebe de buen agrado tu vino, que Dios está ya contento con tus obras. (…) Vive con la mujer que amas, todo el espacio de tu vana existencia que se ha dado bajo el sol (…) cualquier cosa que esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque en la morada de los muertos donde tú vas no hay ni trabajos ni problemas, ni conocimiento ni sabiduría (…).”
De ese precioso Libro se ha tomado, para la primera lectura de este domingo XVIII, la expresión, acaso la más conocida: “Vanidad de vanidades, dice el Predicador, vanidad sin sentido; todo es vanidad” (algunos textos traducen “vaciedad”). Y más adelante pregunta: “¿Qué saca el hombre de todo su trabajo bajo el sol?” Estas reflexiones van de la mano de la carta de san Pablo a los Colosenses: “Buscad los bienes de allá arriba (…) no a los de la tierra”. Todos los humanos somos acumuladores por naturaleza. Nos fascinan las cuentas bancarias, nos apantallan los carros lujosos, las grandes fincas, chalets hermosos, relojes finos, etc. Bien por todo ello, pero siguiendo a san Pablo, cabe preguntar: ¿Y cómo están los bienes acumulados allá arriba? Hacemos inventario de nuestros bienes mundanos, pero ¿cómo está nuestro inventario de nuestros activos en el cielo?
Evangelio. En la lectura de este domingo aparece una frase lapidaria, inapelable, pronunciada por Jesús: “Guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.” Repito: “su vida no depende de sus bienes”. Ni la vida física ni la vida interior, esa paz y armonía del corazón: “¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” En esa misma línea, Jesús nos presenta la parábola del hacendado cuyas tierras produjeron una gran cosecha de trigo. ¡Gran problema! No tiene donde almacenar tanta abundancia. Solución: derribar los graneros y construir otros más grandes para almacenar producto para muchos años. Arreglado su mundo; sostenidos sus lujos. Podía descansar, comer, beber y banquetear alegremente. Colocaba su felicidad en sus posesiones materiales.
Pero ni sus graneros ni sus tierras habrían de garantizar su existencia. Esa misma noche le iba a dar un infarto u alguna otra causa de muerte: “Insensato, esta noche te van a reclamar el alma.” Interesante expresión: “reclamar” lo que da a entender que el alma la tenemos en una especie de depósito. Varias otras lecciones se extraen de estos versículos. En primer lugar, la idea que se refuerza, que los bienes materiales son tan temporales como nuestra propia existencia (si no es que menos) y que, en nada, nada, garantizan un segundo más de vida. Luego la interrogante que se extiende hasta nosotros: ¿Cuándo muramos, a quién le quedarán nuestros bienes?
Regresando al hacendado, no se le cuestiona tener patrimonio, ello es bueno, deseable porque la sana ambición es la turbina que impulsa nuestras sociedades. El problema radica en que esos haberes nos envuelvan, que se conviertan en la razón principal de nuestras vidas. Cabría preguntar al citado hacendado: ¿Cómo están tus graneros pero del cielo? ¿Trataste con justicia a tus iguales y a tus trabajadores? ¿Ayudaste en tu comunidad? ¿Rendiste adoración a tu Dios?
Vanitas vanitatum et omnia vanitas.
- Al libro del Eclesiastés se le conoce también como Qohélet (predicador), para diferenciarlo del Eclesiástico o Libro de Sirácida que es un libro mucho más extenso y que también tiene reflexiones de sabiduría.