Lorenzo Fer

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El magisterio de la Iglesia nos presenta este domingo XVII ordinario, dos lecturas muy impactantes, así:

Primera lectura, Antiguo Testamento: Negociar es un arte que muy pocas personas dominan con propiedad. Los buenos comerciantes son expertos en negociar al igual que los políticos exitosos. Negociar, convencer a la contraparte para acomodar los intereses opuestos. En las relaciones laborales se debe negociar con los trabajadores. Hasta las parejas deben llegar a acuerdos mediante concesiones. En el concierto internacional una buena negociación evita una guerra o le pone fin. Para afinar las habilidades negociadoras las escuelas psicológicas han diseñado algunos esquemas prácticos. Hay expertos instructores en negociación.

Ahora bien, el mejor negociador de todos los tiempos aparece en esta lectura. Un negociador que tuvo el atrevimiento de discutir con el mismo Dios. ¡Qué osadía! Pues bien, el libro de Génesis nos relata como nuestro padre en la fe, Abraham, tuvo el atrevimiento, casi descaro, de ponerse a regatear con el mismo Señor de los cielos.

En el intercambio que se celebró en algunos de los áridos valles alrededor del Mar Muerto. Frente al anuncio de la destrucción de Sodoma, Abraham intercedió. Como todo buen intermediario utilizó ciertas tácticas. Para empezar, apeló a la majestuosidad de su contraparte y su propia humildad: “Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza”. Luego invocó la justicia divina: “¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?”. Y llega hasta casi retar a Dios: “¡Lejos de ti tal cosa! El juez de toda la tierra ¿no hará justicia?”.

De los originales 50 justos, la propuesta fue bajando a 40, a 30, a 20. La última postura que aceptó Yahwé fue perdonar “si hubiere al menos diez justos”. Con solo 10 se salvaba la ciudad. Pero todo indica que tampoco no los había. El resto es historia, la tragedia de Sodoma y Gomorra; el fuego que cayó del cielo y abrazó esas poblaciones.

Cabe preguntar qué tan inconforme está Dios con el comportamiento de su pueblo al día de hoy, con tanta perversión, desunión familiar, materialismo, corrupción y vicios. Posiblemente ya ha decretado una nueva destrucción, pero la presencia de algunos justos lo ha detenido. Acaso por eso habrá cesado el enjambre de sismos. Por ello habrá pospuesto cualquier acción correctiva por medio de erupciones de volcanes, meteoritos, epidemias, sequías, inundaciones, guerras, etc.  ¿Habrá realmente suficientes inocentes? ¿Y usted se incluye entre ellos? Ojalá que sí. Lo o la necesitamos.

Evangelio, Nuevo Testamento. El Evangelio nos obsequia un tesoro invaluable, la oración más sublime, insuperable. Dos de los cuatro evangelistas recogieron con su pluma las palabras que salieron de la boca de Jesús cuando nos enseñó a orar: Mateo y Lucas. Contienen los mismos conceptos, pero la versión de Mateo es un poco más extensa; la de Lucas es más tipo telegrama.

Tratar de glosar estos versículos nos ofrece dos posibilidades opuestas: comentar o dejarlo así. Por un lado, un análisis muy profundo nos exigiría una inmersión en profundidades que nunca podríamos sondear. A lo largo de los tiempos son incontables los estudiosos y teólogos que se han dedicado a escudriñar los mensajes del texto y nunca se agotan las ideas. Por el lado contrario, cabe pensar en no hacer glosa alguna ¿para qué? El texto condensa la enseñanza de Jesús y es tan directo y simple que cualquier comentario adicional es superfluo.

En todo caso es una oración poderosa cuya fuerza emana desde su inicio. Al decir “Padre” nos colocamos en posición de hijos del Creador, y al recitar “Nuestro” nos reconocemos como parte de una comunidad, nos declaramos hermanos de todos pues tenemos un padre en común que es de todos. Cabe resaltar que las demás declaraciones se pronuncian en plural: no decimos “dame hoy el pan” sino “danos hoy”; no es “perdona mis ofensas” sino “perdona nuestras ofensas”, no pedimos protección individual, “líbrame del mal” sino que “líbranos del mal”.

Seguidamente, cada vez que lo rezamos hacemos una necesaria declaración de adoración, una alabanza: “Santificado sea tu nombre”. A veces nos olvidamos de ese mandato principal, básico, que es la adoración, la reverencia, la alabanza. Recordemos el primero de todos los mandamientos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, todas tus fuerzas, toda tu mente”.

La oración. Los dos textos arriba comentados se refieren a la oración. A la comunicación con nuestro Creador. Abraham tuvo el privilegio de hacerlo en forma directa, casi física. Nosotros también, aunque no oigamos sensiblemente la voz de Dios, pero convencidos que nos escucha.

La oración se practica en dos sentidos, por una parte, como una conversación íntima con un padre o una madre: “Cuando vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre a escondidas. Y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará”. La otra forma es la recitación de esa entrañable letanía que el mismo Cristo nos instruyó. No debemos rezar como “palabreros, como los paganos, que piensan que a fuerza de palabras serán escuchados”. (Mt. 6, 5-8). Debemos recordar siempre que: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, tocad y se os abrirá”. (Mt. 7, 7).

Reflexiones Dominicales

Colaboración especial para compartir con los parroquianos y, de paso, con algún sacerdote que pueda sentirse inspirado para su prédica dominical.

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