Por: Luis Fernández Molina
Toda la Escritura debe entenderse como un conjunto que se complementa. Cada capítulo, cada versículo, cada letra están revestidos de la inspiración divina y por lo mismo no hay unos pasajes “mejores” que otros. Sin embargo, tenemos cierto apego a algunas narraciones o parábolas. Nuestras favoritas. Valga de ejemplo el Sermón de la Montaña. Quién no respira el aroma fresco del lago de Genesaret, quién no percibe la caricia de la brisa suave que mece las espigas y los llanos; quién no levanta los ojos y contempla la figura de Jesús extendiendo las manos mientras pronuncia sus bienaventuranzas y, elevando más los ojos contempla la majestuosidad del Padre en su trono de celeste infinito.
En otro caso, todos nos emocionamos con el abrazo del padre que recibe al hijo que se había perdido y que, finalmente, regresa al hogar. No importa que despilfarrara su herencia en juegos, lujos –eso dice la narración—a la que se suma la insidia del hijo mayor que agrega lo de las mujeres. No importa todo eso, lo único valioso es que se trata de su hijo, el hijo de su sangre que ha vuelto.
Igual de tierna es la escena en que Jesús reprende a sus discípulos y con los brazos abiertos recibe a los bulliciosos e inquietos niños que querían tocarlo. Quién no regresa a su infancia viéndose como uno de esos pequeñuelos.
A esos bellos pasajes se suma el evangelio de este domingo, que tiene también su encanto, su ternura y su filosofía profunda. Es claro que los discípulos eran amigos de Jesús; en diferentes ocasiones los llamó hijitos, amigos, hermanos. Pero, en algún sentido, eran los “amigos del trabajo”. En cambio, María, Marta y Lázaro eran amigos en un contexto más familiar. Ninguno de los tres participa en forma activa en la difusión del Evangelio. Lázaro fue personaje central por el “madrugón” que se dio después de ese sueño tan profundo. Fuera de eso no se registran palabras de predicación ni de obras para proclamar el mensaje.
Eran pues, una especie de familia y la casa de Betania, varias veces mencionada, era para Jesús, un lugar de reposo, sobre todo cuando subía a Jerusalén después de las largas giras por el norte, por la Galilea. El relato bíblico de Lucas (el más “feminista” de los evangelistas) nos presenta la escena de un Jesús sentado, que descansaba y hablaba. A sus pies, una mujer embelesada atesoraba cada una de sus palabras. La otra mujer, su hermana, estaba muy afanada preparando las viandas. Acaso horneaba pan y preparaba un plato de lentejas (la carne de oveja y el pescado los reservaban para días festivos). El aroma de las yerbas y el pan, dominaban la estancia.
Pero la hermana, Marta, al igual que cada uno de nosotros, cuando estamos cansados y sentimos que hay algo injusto, nos ponemos sensibles. En este caso casi le llegó a reclamar a Jesús. En otras palabras, le hizo notar que ella estaba preparando la comida y María, ¡qué sabroso!, se acomodó en el piso a los pies del visitante. “Dile que me eche una mano”.
Cabe señalar que Marta tenía mucha razón y lo que hacía era necesario para pasar luego a la mesa. Si no es ella, ¿quién más iba a preparar el almuerzo? Y siendo tal, justo su reclamo, es donde destaca el contraste y las palabras cálidas del Maestro: “ay, Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por muchas cosas; solo una es necesaria”. No fue un regaño ni una admonición. Fueron palabras tiernas, casi de lástima, cuyo eco podríamos escuchar cada uno de nosotros cuando nos agitamos por las cotidianas preocupaciones de la vida. Ay, Julio, Martín, Rosario, Yolanda, etc. (ponga aquí su nombre o su DPI), se inquietan y preocupan por tantas cosas…
Jesús nos marca claramente los diferentes niveles o planos de nuestra existencia. Es claro que nos debemos ocupar de los aspectos materiales; son necesarios para la vida. Pero no debemos perder de vista que todo eso son un medio para perfeccionar el camino hacia nuestra meta en estos años que nos ha tocado vivir; las dificultades son pruebas que habremos de superar con la ayuda divina. Los problemas y ajetreos no se van a ir, qué va, pero los veremos con otra perspectiva, en otra dimensión y, en todo caso, los compartiremos con Jesús.
En cuanto a María, en ninguna parte de los textos hay indicio o insinuación que sea una mujer remisa u holgazana. Para nada. En esta escena, sencillamente escogió entre dos posibilidades. A los pies del visitante quedó extasiada, subyugada, aprovechando los pocos minutos que podía compartir con Jesús.
Atender con diligencia los ajetreos diarios es correcto, pero no debemos perder de vista que “solo una cosa es necesaria.” Una vez hayamos entablado esa comunicación de amor con Dios, esa gracia no nos “será quitada”. Eso escogió María, la mejor parte.
PD. La misma Marta fue quien primero reclamó a Jesús cuando murió Lázaro: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”. Después hizo María una súplica similar.