Por: Lorenzo Fer
El evangelio de este domingo es muy profundo y extenso. Contiene una serie de preceptos que condensan la esencia del cristianismo en su expresión más sublime. El texto es toda una lección, una catequesis que dio nuestro señor Jesucristo. Algunas de las varias enseñanzas son muy difíciles de absorber y hasta entender: “amad a vuestros enemigos”. “Bendecid a los que os maldicen”, “orad por los que os calumnian”. Claro, se entiende el mensaje literal, pero otra cosa es estar totalmente de acuerdo y más difícil aún, ponerlo en la práctica. Ello conlleva un nivel de heroísmo, de virtuosismo, de espiritualidad que la mayoría, la gran mayoría, de las personas nos es muy difícil de acceder. Al igual que dar la “otra mejilla” al que te pegue en una. O dejar que se lleve la capa aquél que te la arrebata y, además, darle la túnica. Es que son directrices muy profundas y, en principio, tan contrarias a la naturaleza humana. Es claro que la fortaleza divina es el tónico nutriente que necesitamos para poner en práctica estos mandatos divinos.
Bien dijo Jesús que amar a nuestros familiares y amigos no tiene especial mérito, es algo natural, instintivo. Hasta los pecadores lo hacen. Hasta los corruptos quieren a sus hijos y padres, también a los cónyuges; igualmente los narcotraficantes y sicarios. En eso no hay especial mérito cristiano. De la misma forma no tiene mérito ni sentido espiritual dar un préstamo a aquellos que sabemos que nos van a pagar. Ese préstamo es mero cálculo o interés de obtener algo.
Los citados preceptos respecto a cómo debemos tratar a los enemigos, rivales, envidiosos, calumniadores, etc. son de un nivel muy elevado. Merecen otras reflexiones, mucho más profundas. Por lo anterior me limito a reflexionar sobre mensajes más fáciles de asimilar y más accesibles al cristiano promedio.
“Tratad a los demás como queréis que ellos os trate.” Una fórmula tan sencilla y lógica. En este mandato no se habla de amor aunque no lo excluye. Más parece una norma de urbanidad, de buenas costumbres. ¿Cuánta armonía habría en una sociedad en la que sus integrantes aplicaran esa sencilla norma? ¿Por qué los malos tratos, los insultos, los daños? ¿Por qué la arrogancia y vanidad? ¿Por qué la discriminación y el desprecio? Acaso quisiéramos que los otros así nos trataran.
“Haced el bien y prestad sin esperar nada.” Como dice el dicho: “Haz bien y no mires a quién”. El bien genera más bien, se multiplica y va a regresar a aquel que inició el círculo. Algo que muchos entienden como “el karma”. Lo que hagamos nos ha de regresar, y multiplicado. Por eso hagamos siempre el bien. No se trata de grandes acciones ni epopeyas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de hacer cosas ordinarias extraordinariamente bien.
Y, por último, una expresión que escuchamos de las bienaventuranzas de la semana pasada (según san Mateo): “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”. En esa mismísima línea esta semana nos trae la lectura la instrucción: “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso”. Esa misericordia no es una actitud del vencedor frente a los vencidos. Eso es una acción extrema en los casos de guerras o enfrentamientos. O la que prodigan los ricos frente a los pobres, una especie de limosna. No. La misericordia a la que hacen referencia los textos citados es una práctica de todos los días, desde que amanece el día. Con la familia, con la servidumbre, con las personas que encontramos en el tedioso tráfico, con los compañeros de trabajo, con los clientes, los alumnos, los amigos, etc. Esta misericordia es una expresión de la caridad, de ese “pan de cada día” que a veces nos toca a nosotros repartir. Una sonrisa amable, una felicitación, una expresión de ánimo o de solidaridad.