Lorenzo Fer
Una candela más se prende. Es la tercera y solo falta una por encender. Tres velas son violetas y una rosada, aunque el color no importa tanto como la llama que irradian anticipando la venida de “la Luz del mundo” (Jn. 8, 12). Estamos pues en el umbral del gran acontecimiento y quien lo proclama este domingo, nada más y nada menos, que “el precursor”. El mensajero. El profeta que habría de preparar el camino del Mesías: San Juan el Bautista. Como un maestro de ceremonias nos anuncia que en muy pocos minutos se van a levantar las cortinas y en el escenario aparecerá el prodigio más grande de todos los tiempos. La luz del universo brillará sobre todos los que han estado esperando.
En el texto se san Lucas (que es el que predomina en el ciclo “C” que acabamos de iniciar), Juan bautiza, con las aguas del río Jordán, a las personas que han decidido cambiar el rumbo de su vida y reciben las aguas como un signo externo de que lavan los pecados de su existencia anterior y entran limpios a una vida nueva.
El texto evangélico señala tres grupos que llegaban a la ribera del Jordán: a) la gente; b) los publicanos y c) unos soldados. Los tres grupos hicieron exactamente la misma pregunta: “¿Qué debemos hacer?” A los primeros, la gente, Juan les contesta: “El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. Cabe aquí preguntar: ¿Tiene usted comida que pueda compartir con otras personas que han pasado hambre? ¿Tiene ropa que no use? ¿Tiene usted cariño que compartir con alguien que vive en la soledad? ¿Tiene usted trabajo que pueda compartir con un desempleado?
El siguiente grupo fue de los publicanos, o sea agentes recaudadores de impuestos, cargo que obtenía por medio de arrendamiento o por licitación de las odiadas autoridades romanas, a quienes entregaban lo recaudado menos su “justa” comisión. Por lo mismo, eran muy mal vistos por el pueblo. “¿Qué debemos hacer nosotros?”: “No exijáis más de lo establecido”. Ojo, SAT, ¡Ojo, diputados!
A la misma pregunta, ahora de “unos soldados”, Juan les contesta: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias”. Ojo, jueces y fiscales. Y agrega Juan: “contentaos con la paga que recibís”. Ojo, diputados.
La misma pregunta hace eco, traspasando todas las generaciones y llega hasta nuestros oídos, los míos y suyos, estimado/a lector/a, quien debe preguntarse: “Y yo qué debo hacer?” Cada uno tiene sus respuestas particulares. No solo se trata de dejar aquellas malas acciones, vicios o adicciones, actitudes agresivas, rencores, engaños, “zancadillas” a compañeros o vecinos, mala atención de usuarios, etc. En complemento de ese rechazo a las actitudes negativas debe estar el compromiso de renovarse, de renacer, con prácticas de virtud, devoción, caridad. Todo ello en atención al mensaje, al mandato, que nos vino a dejar Aquél que ahora vemos con la ternura propia con que cuidamos a los bebés; a nuestros hijos y nietos recién nacidos. A ese niño desprotegido que solo contaba con el amparo de su Madre, María y de san José. De ese infante que vino al mundo por mí y por usted.
Navidad es, ciertamente, una fiesta familiar y de convivencia. Pero los convivios, regalos, luces, risotadas de Santa, tamales, traguitos (para los que les gusta), etc. no nos deben distraer del verdadero objetivo de la conmemoración que, en pocas palabras, es un reencauzamiento de nuestras vidas en dirección de “la Luz”.