Reflexiones Dominicales

Colaboración especial para compartir con los parroquianos y, de paso, con algún sacerdote que pueda sentirse inspirado para su prédica dominical.

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Lorenzo Fer


La lectura de este domingo, ordinario XXXIII, marca el comienzo del final del año litúrgico y nos anticipa la gran fiesta del próximo domingo que es el de cierre y que celebra la majestad de Cristo Rey. Por eso, con el objeto de disponer nuestro espíritu para ese magno escenario se nos refiere este domingo, las grandes catástrofes que conformarán el escenario en el que Cristo vendrá “sobre las nubes con gran poder y gloria”. Las referencias apocalípticas que se narran podrán afligirnos: es que no es fácil imaginar que el sol se oscurezca. Con un solo día que no nos caliente toda la vida de la tierra empiezaría a perecer de frío mordaz (con solo que lo cubran unas nubes se siente el cambio de temperatura). Terrible escenario que caigan del cielo las estrellas o fracciones de ellas, algunas ardiendo y si los astros se empiezan a tambalear también lo hará nuestra tierra. En conjunto es un cuadro terrible, que nos causa escalofrío. 

El texto evangélico hace referencia a “los días de la gran angustia” y que luego será la venida de Cristo quien, en medio de ese tremendo caos cósmico, vendrá a imponer el orden. Enviará a los ángeles para que reuna a sus elegidos de todos los tiempos, de todos los pueblos, de todas las razas, etc. “los elegidos de los cuatro vientos.” Ese mismo Jesús que abrazó a varios niños, que tocó los ojos y oídos de ciegos y sordos, que lavó los pies de sus discípulos; el mismo Maestro joven, de 30 años, que nos acostumbramos a ver como un ciudadano judío corriente –y hasta humilde—será el mismo que bajará lleno de luz, acaso más que la que irradió en el Monte Tabor, rodeado de nubes, a recoger a aquellos que en vida creyeron en Él, en sus palabras, en su caridad infinita y, en especial, en su mensaje de adorar al Padre sobre todas las cosas. 

Por lo mismo el mensaje, con todo su dramatismo, no es de temor ni espanto, todo lo contrario: es un mensaje de esperanza. De celebración. 

En comentarios anteriores Jesús había advertido en varias ocasiones para que estemos preparados, como el padre de familia que no sabe a qué horas llegará el ladrón, o las vírgenes prudentes que desconocen la hora de la llegada del novio. Debemos estar siempre dispuestos. Aquí nos vuelve a recordar ese inevitable final aunque con otro mensaje adicional: que dicho fin está cerca. 

Podemos entender el final del mundo en dos sentidos. En primer lugar vislumbrando esa escena dramática donde los astros caerán y, al apagarse el sol, la vida como la conocemos durará muy poco. Pero también hay un fin del mundo “más personal”, cuando cada uno de nosotros cierre los ojos para siempre. Cuando seamos llamados a la presencia del Creador. Este incontrastable final no está lejos, en todo caso a menos de 30 años o 50 o, en el mejor de los casos, a una distancia de 100 años. Y con la vorágine con que el tiempo transcurre esos años pasarán muy rápido. 

El hombre moderno, el que se desarrolló en medio de los sorprendentes avances de la ciencia, se ha alejado de la naturaleza. Entre otros prodigios, el dominio de la electricidad y cambiado el ritmo de vida; nos volvimos nocturnos y enclaustrados. A ello se agrega la aglomeración en las grandes ciudades. Por eso el divorcio con los grandes cambios de las estaciones: la floración del cafeto, la migración de los azacuanes, los primeros celajes de fin de año, los cambios constantes de la luna, los movimientos de los planetas, etc. De esa cuenta nos parece ajena la metáfora de Jesús en cuanto a las ramas tiernas y los brotes de las yemas que anuncian el advenimiento del verano. En todo caso el mensaje es claro: esas señales están a la vista y debemos tener la percepción necesaria para captar esas señales y actuar en consecuencia. Nadie sabe el día ni la hora, ni los ángeles, ni el Hijo, solo el Padre.  

Y mucha cosas que conocemos como permanentes pasarán. Pero lo que nunca pasará es la palabra de Jesús. 

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