Lorenzo Fer
ÁNIMO, LEVÁNTATE, QUE JESÚS TE LLAMA
Las lecturas de este domingo desprenden alegría, irradian esperanza. Acaso los fríos que, en nuestra ciudad capital, anuncian el cierre del año y la proximidad del Adviento traigan aires de regocijo. Ya las primeras luces navideñas empiezan a lucir en los comercios y los vientos se han llevado las últimas lluvias que han regado la tierra.
Resulta extraño que quien proclama tanta euforia sea un profeta cuya vida fue muy sufrida y su mensaje muy lúgubre. Jeremías era, en el año 600 aC, un joven de 26 años, hijo de un sacerdote. Vivió haciendo constantes críticas por las desviaciones del pueblo judío y en especial señaló las conductas de sus gobernantes que se alejaban del pacto con Yahwe; reprendió a cinco reyes del reino de Judá, entre ellos Josías, Joaquím y Sedecías. Anunció los castigos que el Señor iba a imponer si ese pueblo tan rebelde no retornaba a los caminos de la justicia y la debida devoción. Y el castigo llegó en la forma de soldados de Babilonia que, bajo las órdenes de Nabucodonosor, invadieron Judá, tomaron Jerusalén y saquearon el templo. Dieron muerte a los hijos de Sedecías a quien le sacaron los ojos y se lo llevaron cautivo.
Repito, es raro escuchar tanta exuberancia, tanta efusión de alegría de un profeta tan trágico, que tuvo una vida difícil, constantemente amenazado por anticipar cosas horribles contra la ciudad; incomprendido y hasta tildado de espía de los babilonios. Jeremías clamaba a Dios: “Señor, estoy cansado de hablar sin que me escuchen. ¡Todos se burlan de mí! Cuando paso por las calles se ríen y dicen: “Allá va el de las malas noticias”. ¡Miren al que regaña y anuncia cosas tristes!”
Algunos estudiosos afirman que Jeremías fue el profeta que tuvo una vida más parecida a Jesús y quizás Jesús pensaba en Jeremías cuando exclamó: “Oh, Israel, que apedreas a los profetas que te son enviados” (Lc. 13, 34), ya que de esa forma murió el profeta. Como vivía constantemente perseguido, el Señor le anunció: “Te haré fuerte como el diamante si no te acobardas. Pero si te deja llevar por el miedo, me apartaré de ti”. Nunca se acobardó y siguió predicando.
La alegría que proclama Jeremías es producto de la salvación que Dios promete a sus fieles que superen la prueba: “Los traeré del país del norte (Babilonia)”. “Vendrán todos llorando y yo los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por camino llano, sin tropiezos. Seré un padre para Israel.”
Evangelio. En el Evangelio se repite la proclama de júbilo. Nos cuenta san Marcos que saliendo de Jericó un ciego escuchó que pasaba Jesús Nazareno. Ciertamente, era ciego, pero tenía muy buena voz porque se puso a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí.” Tan fuerte era su voz que los discípulos le pidieron que se callara. Pero él gritaba aún más, al punto que Jesús lo escuchó y pidió que lo llamaran.
“Ánimo, levántate, que Jesús te llama”. ¿Quién no va a insuflarse de ánimo si Jesús lo llama? Claro que sí. Tan confiado estaba Bartimeo que “dio un salto”, un movimiento que, como ciego, no podía hacer. Habrá dejado también su bastón que le servía de guía; ya no lo habría de utilizar. Cuando estuvo enfrente, Jesús le preguntó:“¿Qué quieres que te haga?” (sabiendo de antemano la respuesta). “Rabbuní, que recobre la vista.” Y el que era ciego siguió a Jesús.
Al pedir la “recuperación” de la vista se infiere que la había perdido por alguna enfermedad o accidente, a diferencia del otro ciego que era “de nacimiento”.
Cada cristiano debe estar atento, prevenido, para cuando nos llame Jesús y nos haga la misma pregunta: “¿Qué quieres que te haga”? Tengamos la respuesta pronta y también sigamos a Jesús.