Reflexiones Dominicales

Colaboración especial para compartir con los parroquianos y, de paso, con algún sacerdote que pueda sentirse inspirado para su prédica dominical.

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Lorenzo Fer


En la lectura de este domingo que nos transmite San Marcos, se vuelve a resaltar la naturaleza humana de la que los apóstoles, por muy devotos que fueran, no podían sustraerse. En ocasiones anteriores hemos leído cómo se disputaban entre ellos quién era el más importante (“de qué veníais murmurando”) y cómo, hasta la madre de dos de ellos, trata de interceder para que Jesús, una vez en el trono celestial, los sitúe, a ambos hermanos, en lugares preferentes. Esa misma petición la hacen directamente los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que querían sentarse “en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Claro, los otros discípulos, también seres humanos, “se indignaron contra Santiago y Juan” . !¿Qué se estaban creyendo esos dos?!

Pero Jesús no se los negó, tampoco se los ofreció; se limitó a recordarles que la condición para acceder a la gloria es pasar por la misma prueba que Jesús mismo iba a pasar, a beber del amargo cáliz de la Pasión y dedicar su vida al servicio de los demás. «¿Podéis beber el caliz que yo he de beber?» Los dos contestaron que sí; pero no olvidemos que Pedro, se estaba “rajando” cuando lo negó tres veces. Sin embargo, después de los días de la Pascua y la Asención, cuando les envió al Espíritu Santo, entonces todos confirmaron ese desprendimiento y se llenaron de valor al punto que casi todos ellos murieron martirizados. Entregaron su vida por extender el evangelio. Sirvieron a la causa del Señor por el beneficio de todas las futuras generaciones. Se sumergieron en el servicio.

Este pasaje por el sufrimiento ya lo habían anunciado varios profetas. Isaías anticipó que “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación” según nos relata el libro del Profeta (Is. 53).  Agrega que con su sacrificio “justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos». Los crímenes de todos, sus pecados y los míos, Cristo, en la cruz y con los brazos extendidos, cargó con todas esas faltas y nos obtuvo el perdón y la gracia.

Cabe preguntarnos ¿qué tan dispuestos estamos para el sacrificio? No se trata necesariamente de un sacrificio heróico como los mártires, pero sí de una acción cotidiana, acaso con cosas pequeñas pero que entonen con ese desprendimiento que Jesús quiere que tengamos. Asimismo, se recalca la necesidad del servicio: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos». Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos.”

San Pablo, en su carta a los Hebreos, nos recuerda que “tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios”, un sumo sacerdote capaz de compadecerse de nuestras debilidades porque “ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado.” Con esa confianza debemos acercarnos al trono de la gracia, “para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno».

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