ORDINARIO XXVI
Lorenzo Fer
Moisés y Jesús, con doce siglos de diferencia, resuelven un dilema parecido. En el primer caso, un muchacho llegó con la queja que “Eldad y Medad están profetizando en el campamento». Muy contrariado, Josué, asistente y sucesor de Moisés, le pide –casi le exige—que se los prohíba. Pero Moisés ni se molestó ni se puso celoso, más bien lo vio con buenos ojos: “Ojalá todo el pueblo recibiera el espíritu del Señor y profetizara”.
Por cierto que, al principio de la lectura, nos relata cómo el Señor, habiendo bajado a la Nube, habló con Moisés y este “apartando algo del que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos.” En otras palabras, ese espíritu se puede transferir, se puede “pasar”. Tal el caso de la autoridad apostólica, ese carisma, con que se unge a los sacerdotes como una continuación de la primera transmisión que hicieron los apóstoles. Por cierto que “profetizar” no es lo mismo que anticipar o predecir; puede ser una de las expresiones, pero la palabra viene del griego “propheteia” que quiere decir “hablar desde la mente y el consejo de Dios, es poner en palabras comunes los propósitos de Dios.
Por su parte, fue el discípulo Juan quien llevó la queja a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros.” Muy parecida a la respuesta de Moisés, Jesús replica: “No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí”.
Es claro que la fama de Jesús, así como su doctrina, se iba extendido en la región, al punto que algunos “espontáneos” operaban exorcismos, pero en su nombre. O sea, que invocaban el nombre de Jesús como fundamento de su actuar. Esta afirmación la debemos contrastar con lo expresado en Evangelios recientes: “El que no está conmigo, está contra mí”, frase que Jesús externó en ocasión del cuestionamiento respecto del origen de su poder y mandato, que algunos atribuían al maligno (ningún reino puede estar dividido).
En esa ocasión, que se conoce como blasfemia al Espíritu Santo, Jesús delimita claramente las posiciones en el sentido de definir a quienes creen que es el Hijo de Dios y que su poder emana del Padre, frente a los blasfemos. En este contexto es claro que los que no están con Jesús están contra Él (Mt. 12, 30). El escenario aquí es diferente, quien predique las enseñanzas de Jesús y siga sus pasos es de los suyos. Y agrega que, quien “les dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa.”
Más adelante Jesús se refiere a uno de sus temas predilectos: los niños. Ya la semana pasada nos anunciaba que, quien acoge a uno de ellos lo acoge a Él y quien lo acoge a Él acoge al Padre que lo envió. Hace una dura advertencia que cobra especialmente sentido en estas épocas confusas en que agendas extrañas tratan de indoctrinar a los niños haciéndoles ver como normales y naturales unos valores totalmente distorsionados. Aplica de lleno la advertencia del Señor: “El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar.” Son los niños el tesoro privilegiado de Jesús. No los toquen. No los confundan. Mejor que, a esos, los echaran al mar.
En la última parte del texto de este domingo se comprende uno de los versículos más complejos del Evangelio, mismo que ha sido interpretado de diferentes maneras o intensidades. Se habla de algunos hombres píos que, interpretando literalmente el texto, se han mutilado algunos órganos con el objeto de que, dichos órganos, no sean causal de pecar. Pero la mayoría lo interpreta como un llamado a sustraer o limitar algunos vicios, debilidades, adicciones, etc. como el alcohol, la lujuria, las drogas, la codicia. En otras palabras, para cortar por lo sano, zanjar de raíz esas malas inclinaciones que nos alejan de una vida virtuosa, de adoración a Dios y de servicio al prójimo.