De la lectura del Evangelio de este domingo, como también de la carta del apóstol, se pueden extraer muchas reflexiones. Resalta en medio de ellas la naturaleza humana de los apóstoles. Habrán sido personas bien dispuestas, que el mismo Jesús escogió, pero no se desprendían de su naturaleza humana. Ya Mateo nos relataba cómo, en otra ocasión, la madre de Santiago y de Juan, hijos de Zebedeo, le pidió a Jesús, sin tapujos ni florituras, que sus dos hijos se sentaran, uno a su derecha y otro a su izquierda. (Mt. 20, 20) Ambiciones humanas, deseos mundanos. Acaso mezquindades.
Ahora, en el Evangelio, Marcos nos relata una escena parecida. La escena se desarrolla mientras atravesaban Galilea; en domingos anteriores veíamos al grupo en Sidón, en Tiro, en la Decápolis, en Cesárea de Filipo; ahora van de regreso a Cafarnaún, el pueblo adoptivo de Jesús. Ciertamente se movían mucho para predicar. En ese trayecto iban platicando. Obvio, caminaban en grupo. También discutían. Por eso el Maestro les pregunta: “¿De qué discutíais en el camino?” Tan apenados quedaron que callaron. No le contestaron. ¡Qué pena que salieran a flote las ambiciones mundanas! Competencia, rivalidad. Como dice Santiago en su Carta: “Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencias y todo tipo de malas acciones.” Pero Jesús, que conocía sus conversaciones, les ratificó: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos, el servidor de todos.”
Jesús predicaba a las multitudes, cierto es, pero también “iba instruyendo a sus discípulos”. Montaban, pues, pequeños “talleres”, unos cursos intensivos, en los que el Maestro iba afinando los detalles para que, en su momento, fueran esparciendo la semilla del Reino por todo el mundo. “Iba instruyendo a sus discípulos”.
En la parte final del texto aparece un tema recurrente: el apego de Jesús a los niños. Tomó a un niño y lo puso en medio de ellos. “Lo abrazó”, ¡dichosa criatura! y dijo: “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí, y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.”
Ya los tres Evangelios sinópticos se han referido al famoso pasaje de “dejad que los niños vengan a mí”: Lucas (Lc. 18, 16), Mateo (Mt. 19, 13) y el mismo Marcos (Mr. 10, 13). Y la preciosa frase: “porque de los que son como ellos es el reino de los cielos.” La pureza de los niños, su inocencia. Personitas que viven sin tiempo, sin ansiedad del futuro ni arrastres del pasado. Viven el momento sin preocupaciones (claro, hay muy lamentables excepciones, sin ser culpa de ellos).
En el pasaje de este domingo, premia a los que acogen a los niños. A contrario sentido, caerá maldición sobre los que pervierten a los niños, los que los confunden con esas nuevas ideas perversas. ¡Ay de vosotros! Más les valiera que se les atase una piedra al cuello y se les arrojase al mar. Acojamos a los niños e infundamos en ellos el amor divino. Son criaturas predilectas de Dios.