Primera lectura. Muchos estudiosos se refieren al libro del profeta Isaías como “el quinto Evangelio”. Como buen profeta (en el sentido de prever), anticipó muchos hechos de la vida de Jesucristo. Con increíble visión pudo referirse a muchos hechos que se narran en los Evangelios.
En la lectura de este domingo, Isaías adelanta y prepara el texto evangélico en cuanto a que “se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán y cantará la lengua del mudo”. Todo ello en un contexto de que: “llega el desquite, la retribución de Dios”.
Salmo. En la misma línea del profeta Isaías, el Salmo 145 proclama que “El Señor abre los ojos al ciego”. Reafirma que el Señor endereza a los que ya se doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. En todo caso, el Señor reina eternamente.
Evangelio. En cumplimiento de su misión, Jesús caminaba mucho predicando en el mayor número de ciudades. Cafarnaúm, su “pueblo adoptivo”, era un punto medio desde el cual se movilizaba a toda la región del norte de Israel. El Evangelio de este domingo nos dice que estuvo en Sidón y Tiro y que atravesó la Decápolis. Cabe señalar que las delimitaciones territoriales de esa época son muy distintas de las fronteras políticas de hoy día. En ese entonces el Imperio Romano era el poder central y rector que permitía cierta independencia siempre y cuando pagaran los tributos y rindieran culto al César (cosa que los empecinados judíos negaban). El texto evangélico hace mención de “Decápolis” que es era una región compuesta por “diez ciudades” que mantenía una especie de liga o alianza, pero nunca conformaron una unidad política definida. La mayoría de esas ciudades se encontraba al oriente del río Jordán en los actuales territorios de Jordania y Siria. Sidón y Tiro son actualmente puertos de Líbano, pero no están lejos de Cafarnaúm, de hecho, Jerusalén queda más distante que la más al norte, Sidón.
San Marcos no nos especifica en cuál de esas diez ciudades (dato que no tiene relevancia) le presentaron a un sordo “que, además, apenas podía hablar”. Jesús lo apartó y, a solas, le metió los dedos en los oídos. Saliva de Jesús, saliva de Dios. Con esa misma saliva le tocó la lengua. Es claro que el sordo confiaba plenamente en el Maestro, pues abrió la boca y sacó la lengua. Seguidamente, Jesús miró al cielo, obviamente comunicándose con su Padre y luego ordenó, casi con un grito: “Effetá” (una de las pocas palabras que los textos evangélicos conservaron en el idioma hebreo) que quiere decir “ábrete”. En ese preciso momento el sordo escuchó por primera vez lo que eran las palabras, los sonidos, las exclamaciones y también empezó a hablar “correctamente”.
Pero ese “sordo” no es un desconocido ni un personaje lejano, histórico. En muchos sentidos ese sordo somos nosotros mismos. Sí, nosotros, que hemos tenido acceso al mensaje de Jesús, pero no lo hemos escuchado, es decir, no lo hemos trasladado a nuestro diario vivir. Hemos sido sordos. También hemos sido mudos, pues no hemos sido capaces de transmitir toda esa energía, no hemos podido compartir con nuestros prójimos ese tesoro, esa maravilla que se desprende de la comprensión del mensaje de Jesús. De esa entrega total a la voluntad y planes divinos. ¿Acaso no somos ciegos al hacer acepción de personas como reclama San Pablo en la segunda lectura? Cedemos espacio a los “hombres con sortija de oro y traje lujoso” y discriminamos al “pobre con traje mugriento”. Vaya si no. Nos convertimos en jueces de criterios inicuos siendo que los pobres son ricos en la fe y herederos del reino.
Por eso, aprovechemos este domingo para pedir a Jesús que nos ponga saliva en nuestras orejas espirituales y en nuestra lengua. Y que luego ordene: “Efettá”. Ábrete. Ábrete.