Primera lectura. El sabio rey Salomón, hijo del rey David, murió cerca del año 928 a.C. Con su muerte se materializó la división de reinos: el “Reino de Israel” en el norte y el “Reino de Judea” en el sur. Las 10 tribus del norte (mucho más ricas) venían resintiendo los privilegios que tenían las dos tribus del sur (donde se asentaba Jerusalén), de menores recursos, así como las onerosas contribuciones de dinero y mano de obra que les impuso el rey para la construcción de grandes obras, entre ellas el famoso Templo de Salomón. Sintieron que los habían “exprimido”. Aprovechando el descontento, Jeroboam se constituyó en el líder del norte y formó su reino.
Pero Jeroboam I se desvió del camino recto y en años siguientes otro rey, Jeroboam II se alejaron del debido culto a Yahvé e incorporaron a sus devociones a dioses de la región (cananeos) y elaboraron becerros de oro a los que adoraron, entre muchas otras aberraciones.
En este escenario aparece Amós, un pastor y productor de higos (quien se suma a la lista de los profetas que al principio se negaron a tomar ese papel). Habló duro contra Jeroboam II; denunció sus graves faltas, así como las grandes injusticias sociales que se daban. En muchos sentidos Amós fue un profeta de vanguardia cuyas críticas sociales bien podrían aplicarse a la sociedad actual.
Pero en defensa del réprobo rey saltó el el sacerdote de Betel, Amasías, quien ordenó a Amós que no siguiera en ese lugar con sus profecías y advertencias.
Segunda lectura. El texto de la carta a los Efesios es una preciosa alabanza de Jesús, de cuanto encarna y de sus preciosas promesas.
No cabe glosa ni resumen alguno porque cada párrafo, cada línea, contiene un mensaje profundo que debe meditarse con detenimiento y reflexión.
La bendición del Padre a través de Jesús; la llamada a la santidad; la consagración como hijos de Dios; la redención de los pecados por medio de la sangre de Cristo; la marca que recibimos del Espíritu Santo; la herencia que nos espera, con varios conceptos que desarrolla cada párrafo.
Invito al lector a que detenga unos minutos sus agitadas agendas y medite sobre la lectura de este texto de exaltación a Nuestro Señor Jesucristo.
Evangelio. En el texto del Evangelio destacan dos conceptos: a) la organización de la Iglesia y b) la ciega confianza en la Providencia. Dice el Evangelio que Jesús llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos, o sea formó seis “comisiones”. Agrega que les dio “autoridad sobre los espíritus inmundos”, una expresión de la unción sacerdotal, de ese carisma que se transmite a personas consagradas. Con esa orden cierta organización a Su Iglesia (la que fundaría sobre la figura de Pedro) y a la difusión del mensaje; así se iba expandiendo la Buena Nueva entre los diferentes pueblos, especialmente de la Galilea.
En cuanto a la Providencia, les encargó qué debían llevar para el camino: “un bastón y nada más”. Ni siquiera pan, alforja, dinero suelto en la faja. Nada de eso. Sandalias sí, por cuanto era mucho lo que había que caminar, pero ni siquiera “túnica de repuesto”. Todo lo necesario lo proveería la Providencia.
En algunas casas los habrían de recibir y escuchar el mensaje. Pero no en todas. Llama la atención el gesto, el aspecto ritual, de “sacudirse el polvo de los pies”. Y es que ese polvo no tenía nada de malo ni contaminante pero el ritual de sacudirse era un “testimonio contra ellos”.
Salieron pues las seis comitivas a “predicar la conversión”, echaban muchos demonios (que siempre pululan por el ambiente), ungían a muchos enfermos con aceite “y los curaban”.
Y nosotros debemos estar siempre dispuestos a recibir a esos mensajeros enviados por Jesús que están constantemente tocando las puertas, de tu casa y de tu corazón. No vaya a ser que tengan que sacudirse el polvo de sus sandalias después de tu rechazo. Y surge también la pregunta en cuanto a nuestra confianza en la Providencia divina. ¿Cómo está nuestra confianza?