Por: Lorenzo Fer
La Biblia realmente no es “un libro”, es una biblioteca porque comprende muchos libros, 73 libros para el canon católico. Otras iglesias incorporan diferente orden y número; obviamente el canon judío descarta por completo el Nuevo Testamento. La temática y contenido de cada uno de los libros es diferente. Acostumbrados estamos a los relatos del Génesis, del Éxodo, de Reyes, etc. que contienen narraciones del devenir del pueblo hebreo, así como prescripciones rituales y, sobre todo, la transcripción textual, en muchos pasajes, de la palabra de Dios.
Pero hay otros libros que no narran acontecimientos del pueblo de Israel, ni destaca algún patriarca (como Abraham, Moisés, Noe, etc.); tampoco contienen prescripciones del culto oficial ni reclamos nacionalistas. Son libros de contenido más universal, esto es, que aplican a cualquier cultura, tiempo o lugar. Vienen a ser como compendios de sabiduría general (con mayor o menor referencia a verdades bíblicas), una sabiduría en la que es prioritaria la adoración a Dios y luego sigue una colección de profundos refranes, por ejemplo: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Por eso se les denomina “Libros Sapienciales”, entre ellos (se comprenden siete), está el Libro de la Sabiduría.
La primera lectura de este XIII domingo se tomó del referido Libro de la Sabiduría, atribuido al sabio rey Salomón. Los versículos resaltan la perfección original de la creación, que Dios vio “ser muy bueno cuanto
había hecho” (Gn 1:31). Al hombre lo hizo a su imagen y semejanza, para “que nunca muriera”. Sin embargo, por “envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. Esta frase nos recuerda las lecturas de domingos anteriores que relatan el engaño de la serpiente y la expulsión de ese estado especial donde no cabía la muerte. Algo más, la muerte entró y “la experimentan quienes le pertenecen (al diablo)”. Recuerda así lo dicho respecto a que existe la descendencia del diablo y que esa envidia, esa lucha, es permanente.
En la segunda lectura, carta a los Corintios, san Pablo resalta lo valores de la generosidad y de la solidaridad y emite una sanción contra la codicia. Cita versículos del Éxodo (16:18) que narran sobre el pan que bajó del cielo, el maná. Cada uno debía recoger solamente lo necesario, ¡nada más!
Aquellos codiciosos que acapararon más maná se les pudrió y llenó de gusanos. Por eso repite san Pablo: “al que recogía mucho, nada le sobraba y al que recogía poco, nada le faltaba”.
En la lectura del Evangelio se relatan dos historias de fe, de profunda fe. La primera la de Jairo “uno de los jefes de la sinagoga”, o sea una autoridad, y una autoridad de la ortodoxia judía lo que significa que poco a poco iban aceptando el mensaje de Jesús; luego lo harían distinguidos miembros del Sanedrín como Nicodemo y José de Arimatea como se relata en otros versículos. Ahora imaginemos a Jairo, compungido, desesperado al ver que su querida hija, de apenas doce años, un capullo de flor, estaba agonizando. Cuál sería su confianza en Jesús que “se echó a sus pies y le suplicaba con insistencia”.
En camino a la casa de Jairo sucedió otro milagro, el de la mujer cuyo flujo de sangre no se había podido detener por doce años, y cada día empeoraba, a pesar de haber gastado toda su fortuna en médicos. Pero esta pobre mujer tenía fe y quiso “robarse” un milagro. Estaba segura de que con solo tocarle el vestido, se curaría. Y así fue. Nos cuenta san Marcos que “Jesús notó al instante que una fuerza curativa había salido de él”. ¿Quién fué? “La mujer asustada y temblorosa se postró a sus pies y le confesó la verdad.” Entonces Jesús la calma: “Hija, tu fe te ha curado”.
Llegaron Jesús y Jairo a la casa. Los criados le dijeron que era inútil cualquier esfuerzo, que la niña ya había muerto, que no se molestara al Maestro. Jesús afirmó: “la niña no está muerta, está dormida” y todos se burlaron de él; recordemos en recientes lecturas que muchos creían que Jesús estaba mal de la cabeza, por eso las burlas a las que se iba acostumbrando.
En la lectura se incluye una expresión muy conocida: “Talita Kumi”, que en todas las transcripciones y traducciones de los textos evangélicos se ha mantenido en su expresión aramea original. A lo largo de los siglos y lugares, los Evangelios se han escrito en arameo, hebreo, griego, latín y hace unos cinco siglos en las lenguas vernáculas.
Por lo mismo el idioma cambia, pero en todas se han conservado algunas palabras según fueron pronunciadas en el idioma de Jesús. Imaginemos la escena: una niña preadolescente de pelo largo que se derrama sobre una túnica blanca, de preciosa cara de porcelana color de cera, que yace en una cama, acaso con algunas flores u ofrendas a su lado; los familiares y amigos llorando; todos afirmaban que estaba muerta. El “insensato” de Jesús le toma la mano y le dice “niña, a ti te hablo, levántate”. Y ante el asombro de todos, la niña “se levantó inmediatamente” y se puso a caminar. Como a nadie se le ocurrió, Jesús ordenó que le dieran de comer a la niña; a saber cuántas horas llevaba en ayuno forzado.
Las lecturas del Evangelio comprenden narraciones generales que todos logramos entender pero hay algo más, siempre existe un mensaje directo que fue diseñado para que cada uno lo captara y comprendiera. En otras palabras la maravilla del texto bíblico consiste en que dentro de los versículos siempre se “esconde” algún mensaje que va dirigido expresamente a cada persona que lee y reflexiona sobre estos textos.
Como que alguien redactó un mensaje en clave especialmente para mí. En el presente caso visualicemos que Jesús nos toma de la mano y nos dice: “!Oye Luis, María, Rosana, Martín, a tí te digo (no te hagas el desentendido), levántate!” !Levántate! Para recibir el amor infinito de Dios. Levántate para que toques mi manto y sientas esa misma “fuerza curativa”, que alivió a la pobre mujer.