Por: Lorenzo Fer
En la primera lectura de este domingo se hace referencia a un personaje bíblico muy presente en el imaginario colectivo porque personifica la abnegación y la lealtad hacia Dios. Pero los versículos que se citan ahora no recuerdan la resignación, fe y durísimas pruebas que sufrió el patriarca Job, sino que resalta otro aspecto: la grandeza de Dios. Usando palabras preciosas, dignas de la mejor poesía, el Señor le habla a Job, “desde la tormenta” y le recuerda que Él le “puso límites al mar”, o sea que trazó esas riberas y playas que contienen la furia del impetuoso océano; desde que el mar “salía del seno materno”. Preciosa imagen del tempestuoso mar brotando de las manos creadoras de Dios, quien también hizo “de la niebla sus mantillas” y “de las nubes sus pañales”. Bonitas metáforas. En todo caso le marcó hasta dónde habrían de llegar las aguas y de esa manera “se romperá su arrogancia”. Por muy bravías que sean las aguas Dios, que las creó, les pone freno, como le pondrá también a cualquier ser humano pretencioso.
En la segunda lectura se hace repetida mención de la muerte. Pero no como una visión fatal, terminal. En esta segunda carta a los Corintios, San Pablo no contempla a la muerte como el acabose y tampoco se enfoca en una muerte física, material. Al contrario, se rescata el valor de la vida; nos asocia y unifica con la muerte de Cristo, que es el antecedente de su Resurrección. Por lo mismo, del sacrificio de la Cruz brota el manantial de la vida para todos. También se hace referencia, en otro sentido, a la muerte hacia las cosas mundanas, en tanto se haga una entrega plena y total a Jesús. De esa manera se abandonan las vanidades y veleidades de la vida terrena y los fieles devotos “ya no vivirán por sí mismos” pues con esa entrega se vivifican en “aquel que murió y resucitó por ellos”. Con esa “muerte” al mundo, volveremos a nacer, pero con nueva vida, como una creatura nueva.
En el evangelio se hace también mención al mar, al Mar de Galilea y nos relata la angustia de los ocupantes de la barca frente a la bravura de las olas y las agitaciones de los vientos desatados. Resalta, pues el concepto de miedo. Muchos miedos, para empezar, el miedo que todos tenemos y que se esconde en los rincones oscuros de la incertidumbre; esa sensación que, en términos profanos, expresó el poeta nicaragüense: “pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo/ni mayor pesadumbre que la vida consciente. / Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, /y el temor de haber sido y un futuro terror…/Y el espanto seguro de estar mañana muerto/y sufrir por la vida y por la sombra”. Una realidad muy humana, una borrasca existencial que solamente se puede explicar y sobrellevar con el auxilio divino de la fe.
Los discípulos tenían miedo de volcar, como cualquiera de nosotros lo tendría. Las ráfagas de viento agitaban la pequeña barca como si fuera una cáscara de nuez. El pánico los estaba obnubilando y se sorprendían del contraste, en medio de la zozobra, de ver cómo su Maestro “dormía en la popa sobre un cojín”. Y se suceden tres reclamos: el primero de los apóstoles a Jesús: “¿no te importa que nos hundamos?” Luego de Jesús hacia la tormenta: “Cállate, ¡enmudece!” y luego, una vez calmadas las olas, el mismo Jesús increpa a sus acompañantes: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Acaso no tienen fe?”
La precariedad de nuestra existencia no tendría sentido si no fuera por la fe. El Santo Padre reflexiona: “¿Cuáles son los vientos que se abaten sobre mi vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también?” Por eso el Papa recomienda: “Digamos todo eso a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para encontrar refugio de las olas anómalas de la vida.” En efecto, sigamos ese ejemplo y en momentos de recogimiento, de intimidad, extendamos la mano para encontrar la de Jesús y así hablar con Él de nuestras dificultades, dudas, incertidumbres: compartámosle las enfermedades propias o la de algún familiar o amigo cercano, o la muerte de alguno de ellos; alguna desavenencia familiar; la incertidumbre laboral y la monotonía en el trabajo; las deudas que nos agobian; los desengaños amorosos que ensombrecen el corazón; los fracasos o engaños en algún negocio; las decepciones escolares que nos bloquean el futuro; el desasosiego que a veces invade nuestra vida como la neblina. Claro, también reconozcámosle nuestras faltas, malas acciones, yerros y pecados; Él entenderá. Contémosle todo lo que anida en nuestro pecho, aunque Él ya lo sabe –lo sabe todo– se sentirá muy complacido de que confiemos en Él. Sin duda alguna encontraremos sosiego y fuerza. “La fe comienza al creer que no bastamos nosotros mismos, con el sentir que necesitamos a Dios” agrega Francisco. “Es la fuerza mansa y extraordinaria de la oración, que realiza milagros. Jesús implorando por los discípulos, calma el viento y las olas.” (Ángelus, 20-06-2021).
Como solía repetir Juan Pablo II: “no tengáis miedo”, o, en palabras de la Santa mística de Ávila: “Nada te turbe/Todo se pasa/Dios no se muda. /La paciencia/Todo lo alcanza; /Quien a Dios tiene/Nada le falta: Solo Dios basta. /Eleva el pensamiento/al cielo sube/por nada te acongojes/Nada te turbe….”
Y termino haciendo eco de la pregunta de Jesús, pregunta que se extiende más allá del reducido espacio de la barca y a través del tiempo y del espacio resuena en nuestros oídos: “¿Por qué tenéis tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?”. No sé qué contestaría cada uno.