Reflexiones Dominicales
XI DOMINGO ORDINARIO
Lorenzo Fer
Hay un versículo del Eclesiastés, poco citado, que dice: “Tú no sabes por dónde llegó el espíritu al niño en el vientre de la mujer embarazada: otro tanto ignoras la obra de Dios tomada en su conjunto”. (Ec. 11:5) Se complementa la mención de la gestación a otros textos, especialmente de los Salmos que hacen referencia a “que me conoces desde el vientre de mi madre” y otras referencias a cómo el nuevo ser se va bordando en las entrañas maternas.
En cualquier caso es una buena pregunta: “¿por dónde llega el espíritu?”, para hacer a aquellos que, reclamando derechos absolutos sobre el cuerpo, atentan contra el desarrollo de la criatura que crece en el vientre materno. ¿Dónde queda el alma? ¿En qué momento se asocia indisolublemente a una persona?
Pero ese es tema complejo que abordaremos en otra ocasión. Por el momento quiero referirme a ese soplo divino, a ese espíritu que el Creador ha colocado, figuradamente, en el pecho de cada nuevo individuo, de cada feto, de cada ser recién concebido.
Todos los humanos, cuando nacemos, traemos por dentro una especie de huerto (o una maceta si prefiere) cubierto con tierra fecunda, dispuesto a recibir cualquier simiente que habrá de germinar y producir sus respectivos frutos de manera abundante. En algún momento de nuestra vida habremos de recibir la “semilla del Reino de Dios”. Algunos afortunados crecieron en hogar devoto donde desde chicos aprendieron las sagradas enseñanzas y se complementaron con los estudios. Otros tuvieron conocimiento por referencias o informaciones aisladas. Otros intuyeron las verdades y, sedientos de luz, se fueron acercando. Muchos debieron abrirse camino en medio de laberintos estrechos por haber sido criados en ambientes hostiles.
En todo caso Jesús nos dice que “el Reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en tierra. Él duerme de noche y se levanta en la mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”. (Subrayado es adicionado). A cada persona le llega el momento de recibir la gracia; la oportunidad que esa semilla caiga en su huerto interno y, sin saber cómo, va a ir creciendo. Esta parábola guarda mucha relación con aquella “del sembrador” que va lanzando semillas entre piedras, arbustos, arenales, etc. hasta que algunas semillas caen en tierra fértil. Por lo mismo, debemos ser receptivos a la buena semilla del reino; pedir a Dios que pronto llegue esa simiente y que empiece a echar raíces: “la tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano” (claramente la cita se refiere a un cereal, especialmente trigo).
Todos deben dejar que actúe el Espíritu, si encuentra buena acogida, la planta se arraigará en el suelo y se erguirá robusta. Crecerá como la semilla de mostaza que es de las más pequeñas, pero se desarrolla y echa ramas donde pueden anidar las aves del cielo.
Agrega Jesús: “Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Interesante relación con aquella expresión “si no muere la semilla no va a producir frutos” recordatorio de que el grano cobra vida cuando muere, cuando se funde con la tierra y surge una nueva planta, que habrá de echar raíces, tallo y frutos. Por eso, la semilla, al igual que todos nosotros, tenemos un plan de vida determinado, que concluye con el corte de la guadaña: la siega, una vez hayamos cumplido nuestra misión.
En el amplio vergel del Señor crecen innumerables especies y cada planta se desarrolla a su propio ritmo. Cada ser humano ha de florecer conforme los tiempos de Dios. La semilla del Reino que tenemos adentro dará sus frutos en el momento oportuno. Por ejemplo, el Apóstol de los Gentiles, San Pablo, empezó a sobreabundar en frutos después de la revelación en su camino a Damasco, a sus treinta y tantos años. Agustín de Hipona, a una edad madura, le iluminó la luz vivificadora de la gracia y seguidamente prodigó abundantes reflexiones que hasta hoy día percibimos. Momentos de revelación, epifanías, tuvieron los santos, como San Ignacio de Loyola que aspiraba a destacar como militar hasta que una bala le golpeó una pierna; caso parecido el de San Francisco de Borja; San Francisco de Asís dejó la cómoda vida que llevaba por seguir el camino que le dictó su corazón. Santa Catalina Drexel dijo que los últimos 20 años, de sus 97 de vida, fueron los más productivos. Teresita de Lisieux floreció a lo largo de sus escasos 24 años (la “Florecita de Dios” o la Florecilla del Carmelo), Juana de Arco abundó en gracia y terminó su dura misión cuando fue quemada a la tierna edad de 19. Pedro de Betancourt empezó a florecer a sus 27 años cuando, en medio de una gran tribulación, tuvo una revelación en Petapa, y esparció su semilla en los últimos 16 años, de sus cortos 41 de vida. En estos días destaca el beato Carlo Acutis quien compartió su mensaje por las redes sociales en sus escasos 15 años de vida.
Pero más allá de los consagrados, de los santos, todos estamos llamados a la santidad, a contemplar en nuestro interior esa semilla del Reino que no es más que una llamada al servicio de Dios y del prójimo.
De la segunda lectura de este domingo cabe resaltar el mensaje pauliano, muy repetido, de que mientras habitamos el cuerpo estamos desterrados del Señor y en esta vida nos anima la fe y no la visión que ya tendremos en la otra. Por lo mismo ansiamos desprendernos de este cuerpo (“la muerte para mí es ganancia”) y vivir místicamente junto al Señor a quien debemos agradar y servir, tanto en esta vida como en la futura.
Y hablado de jueces y de obras, San Pablo nos recuerda que “todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir, cada cual, por lo que haya hecho mientras ocupaba este cuerpo, sea el bien o el mal”. Por lo mismo, reconozcamos la majestad de Dios, hagamos el bien, cuidemos y consintamos con fértil nutriente –el amor– esa semilla del Reino que todos llevamos adentro.