Raúl Molina
América entera está plagada de conflictos sobre territorios y tierras. Guatemala los vive a diario, al ignorarse el Acuerdo de Paz Firme y Duradera de 1996, que estableció dos mecanismos para resolverlos: inventario de las tierras del país –se conoce que está titulada la tierra por el equivalente a más de una vez el territorio nacional– que en veintiséis años no se ha querido hacer; y resolver los conflictos agrarios mediante el diálogo, lo cual no ocurre nunca –se impone la voluntad de los “poderosos” mediante jueces comprados, el MP, la PNC y el ejército. Ante los reclamos de las comunidades campesinas y pueblos indígenas con sus títulos antiguos, los terratenientes y empresarios blanden sus títulos con firmas de todo tipo, que les “aseguran” la pertenencia.
Esa pertenencia, sin embargo, es falsa. Si preguntamos a oligarcas sobre el origen de sus tierras, responderán que son “heredadas”. Si se pregunta a las empresas, responderán que las compraron “en buena ley”, aunque no sea así. Igual dicen los narcotraficantes, que suelen plantear en sus asaltos “la tierra o la vida”. La verdad es que, con excepción de las tierras de los indígenas, todas las demás son producto del robo. Los que heredaron lo hicieron de los llamados “conquistadores”, a quienes la Corona española premió con grandes territorios, que incluían tierras, recursos y seres humanos, con base en la “doctrina del descubrimiento”. Esa doctrina fue ilícita, ni reyes ni Cristo podían validar tomar lo ajeno y avasallar a los pueblos. El robo fue sancionado por la Colonia y posteriormente por los Criollos que se aprovecharon de la Independencia. La “Patria del Criollo” que se estableció, en lugar de restituir territorios y tierras a los pueblos originarios, les quitó lo poco que les quedaba y fue tan gamonal con migrantes europeos que les regaló lo necesario y más para cultivar café, bananos y azúcar, base de nuestra “economía de postre”. Para atraer la “modernidad”, se entregaron a empresas extranjeras vías para ferrocarril, telégrafos y teléfonos y, posteriormente, territorios para la minería y los recursos energéticos. El Estado jamás preguntó a los pueblos afectados –indígenas y ladinos– si estaban de acuerdo con “regalar” lo propio. Aún ahora, al realizarse consulta sobre una minera, la Corte de Constitucionalidad ha quitado validez a la negativa popular a la concesión.
Vaticino que para el año 2050 todas estas injusticias históricas y actuales habrán sido superadas y que se repararán los daños causados. Las tierras, territorios y recursos de Guatemala deben ser devueltos a sus legítimos dueños –los pueblos originarios– y la inmensa riqueza lograda con su usufructo deberá pagar una gigantesca compensación. Tendremos que pensar colectivamente sobre cuáles serán los mecanismos para el justo resarcimiento, así como para utilizar lo devuelto para el desarrollo humano, sostenible y por el “buen vivir” de toda nuestra población. La Humanidad ha avanzado en términos de derechos; pero queda mucho por delante: hay que hacer valer los derechos de los pueblos indígenas, el derecho al desarrollo y el derecho de los pueblos.