Ramón Cadena
Conocí a Roberto Díaz Gomar allá en los 80, en España. Siendo abogado, vivió la destrucción de la guerra en Guatemala y ya en el exilio en España, se encontró con el actor que siempre fue. Tenía una maleta llena de arte, de historias y de personajes generosos. Y cada vez que la abría, saltaba su guitarra y nos deleitaba con una canción solidaria. Nos hacía recordar épocas en las que nuestro principal anhelo fue cambiar nuestra sociedad. Siempre estuvo dispuesto a prestar su maleta llena de guiones y palabras, que cuando las escribía, surgían contundentes, como si fueran la raíz de un cedro o alegres, dispuestas a hacer reír. Igual como se entrega la vida en el arte, todo lo daba y sigue dando con libertad. Admirador, como muchos, de Manuel José Arce. Juntos recorrimos el camino de la construcción de la paz. Y a veces, nos extraviamos en una de sus veredas. Son caminos difíciles de recorrer, de imaginar.
Vivir en paz, tiene un valor muy grande. En la guerra, poco se gana y, por el contrario, mucho se pierde. Han transcurrido más de veinticinco años desde la firma de la paz. Pocos años antes, hablamos largo y tendido sobre sus peligros y sobre los retos de la postguerra. Los peligros eran incontables; los retos eran enormes. Y aquí seguimos, después de más de un cuarto de siglo, tratando de descubrir los diferentes recovecos de la paz.
Lamentablemente, parece que no aprendimos bien la lección y que las causas para la guerra siguieron presentes. Se siguió librando una batalla en contra del despojo de los recursos naturales de los Pueblos Indígenas; la justicia siguió siendo un anhelo y la otra cara de la moneda, la impunidad, siguió imperando; la desigualdad continuó ofendiendo a la humanidad entera y el imperio del Derecho y del Estado de Derecho, no pudieron tener la fuerza necesaria, para guiarla a puerto seguro.
Aquellos grupos que nunca creyeron en ella, se aprovecharon del principio de cooperación internacional; lo que realmente deseaban era que el principio de soberanía absoluta volviese a reinar. Por otro lado, tantas palabras bonitas que todos los sectores de nuestra sociedad expresaron antes de la firma de la paz: que el conflicto armado interno no debería de repetirse nunca más; que son tantos los niños y niñas huérfanos por la guerra; que la paz debería firmarse cuanto antes; que el costo de la guerra no podía cuantificarse; que su destrucción no volviera a ser parte de nuestro paisaje; que Guatemala debería ser territorio para el refugio de personas perseguidas y nunca más forzar a nadie a salir del país en búsqueda de protección en otro territorio. Palabras que se llevó el viento. Hoy día, varios operadores de justicia han salido del país, en búsqueda de la protección de otro Estado. Lamentablemente, la historia se volvió a repetir…
Desde su inicio, los Acuerdos de Paz fueron una piedra en el zapato de los pocos que han dirigido el país a su sabor y antojo. La toma del poder por la vía armada, cedió su lugar al reformismo. Ese cambio de estrategia, produjo un temor grande entre aquellos que habían detentado el poder durante la dictadura militar, ya que el derroche de recursos del Estado y la fiesta exuberante, tendrían que llegar a su fin. Y ese temor, los obligó a firmar los acuerdos de paz sin creer en ellos, sin verdaderamente comprometerse a respetarlos.
La Misión de Naciones Unidas para Guatemala (MINUGUA) hizo un informe sobre los focos que producían violencia en el país; pronosticó que los diferentes grupos de sicarios, que asesinaban a cambio de cantidades mínimas de dinero, podría resurgir en el futuro, con más fuerza, si no había un compromiso verdadero para desarticularlos. Por su parte, el poder económico resolvió el problema de la tierra, creando el delito de usurpación agravada. Desde entonces, ha sido el Derecho Penal y no la Justicia Agraria, quien ha tratado de resolver estos conflictos.
Desde el inicio de la paz, se construyeron los cimientos para una nueva guerra. Aquellos que no creían en convivir solidariamente entre las diferencias, sentaron las bases para aniquilar la paz. Hace poco, el gobierno de Giammattei disparó un cañonazo más sobre las víctimas y modificó sustancialmente la institucionalidad de la paz. Y muy recientemente, disparó en contra de la Secretaría de la Mujer (SEPREM). El Congreso de la República, en la post guerra, siguió intentando aprobar una amnistía total, para evitar que la justicia resolviera los casos de graves violaciones a los derechos humanos. Su débil agenda legislativa ha sido regresiva desde hace años y ha afectado seriamente los derechos humanos; el Poder Judicial siguió persiguiendo a las y los jueces independientes y honestos y condenó a la cárcel a las abogadas que lucharon contra la corrupción, desde la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI).
El Derecho no logró recuperar su vigor. Al contrario, paulatinamente perdió la fuerza que necesita para lograr la paz. Y el Estado de Derecho, aquel en el que las y los funcionarios tienen que rendir cuentas a la sociedad y cumplir con la ley, fue destruido; después de más de veinticinco años de postguerra, nuevamente reinó la impunidad y la corrupción. Tanto una como la otra, se siguieron extendiendo a lo largo y ancho de nuestro país con total tranquilidad. Lo que se suponía que sería el inicio de la convivencia pacífica y el final de la guerra y confrontación, se convirtió, lamentablemente, en el territorio de una nueva conflagración. La intolerancia, el autoritarismo y la agresividad volvieron a ser protagonistas e hicieron imposible la construcción de la paz.
La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), fue creada para resolver un solo compromiso del Acuerdo sobre Derechos Humanos: terminar con los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS), ya que seguían amenazando y persiguiendo a defensores y defensoras de derechos humanos. Su desaparición total no se logró, gracias a aquellos que siguieron amando la guerra y odiando la paz. Estos grupos lograron que venciera la violencia y que no fuera prorrogado su mandato; y todos sabemos que, donde quedó la impunidad, desapareció la justicia. Las víctimas siguieron insatisfechas y defraudadas. El narcotráfico y crimen organizado utilizó el optimismo de la postguerra, para cooptar al Estado. Sus instituciones siguieron trabajando para servir a los intereses de la mafia y no para satisfacer los intereses del pueblo.
Las actividades de la postguerra, no lograron construir un país en paz y reconciliado. El Estado siguió siendo débil. Se siguió utilizando la criminalización, como un mecanismo de persecución y la mentira reinó tranquila acusando al inocente, poniéndole el dedo encima a quien piensa diferente. Las y los diputados de los partidos oficiales, se regocijaron con el despilfarro de recursos del Estado; el Ejecutivo impuso como regla general, el Estado de Excepción. Y el Poder Judicial, siguió dándole la espalda al principio de Independencia Judicial. Los tres le faltaron el respeto a la paz, en forma grosera y perversa, ya que han pretendido volver a un régimen dictatorial, sin oposición política.