El anuncio del mayor sistema hidroeléctrico del planeta, que China construye en el curso alto del río Yarlung Tsangpo, en pleno Himalaya, ha despertado admiración técnica y profunda preocupación geopolítica. No es para menos: se trata de una obra valorada en aproximadamente US$168 mil millones, diseñada para generar más electricidad que cualquier central existente, concentrando en una sola infraestructura el control del agua, la energía y el territorio. No es solo una represa: es una declaración de poder.
Hoy China aún depende del petróleo, pero su apuesta estratégica no está en los oleoductos del futuro. En veinticinco años, su poder no pasará por el crudo, sino por el control del agua. Quien controle el agua controlará la energía, la producción de alimentos y la estabilidad social. Bajo esa lógica debe entenderse que este megaproyecto es una inversión de largo plazo sobre el recurso más crítico del siglo XXI.
La inquietud de países aguas abajo como India y Bangladesh no es retórica ambientalista, sino geopolítica. Decenas de millones de personas dependen del caudal que nace en el Himalaya. Controlarlo equivale a disponer de una palanca de poder silenciosa, pero decisiva. La obra demuestra que China no solo busca energía limpia, sino soberanía estratégica sobre recursos clave.
La lección para Guatemala no está en el tamaño del proyecto ni en la capacidad de imponer obras sin consulta algo social y políticamente inviable en nuestro país, sino en comprender que la energía y el agua son hoy ejes centrales de la soberanía, la productividad y la estabilidad futura. China lo entiende y actúa con visión de largo plazo. Guatemala, en cambio, continúa discutiendo su matriz energética de forma fragmentada, reactiva y sin una estrategia integral.
Nuestro país no necesita megapresas ni puede replicar un modelo centralizado como el impulsado por Xi Jinping. Lo que sí posee y pocas naciones de la región tienen es un potencial excepcional para un modelo energético híbrido, diversificado y distribuido. Hidroeléctricas de pequeña y mediana escala, energía solar fotovoltaica, geotermia, biomasa agrícola y sistemas de almacenamiento pueden integrarse de manera inteligente para garantizar energía estable, limpia y competitiva.
La energía no es un tema ambiental accesorio: es una variable central de la productividad. En Guatemala, las pequeñas y medianas empresas enfrentan energía cara, concentrada e inestable, sin acceso a crédito ni respaldo financiero para absorber costos. En esas condiciones, exigir competitividad y salarios dignos es retórico. Un modelo energético híbrido y distribuido permitiría reducir costos, estabilizar la producción y mejorar márgenes reales. Sin energía accesible no hay inversión, no hay tecnología y no hay empleo formal sostenible. La productividad no empieza en el salario: empieza en la energía.
Guatemala ya cuenta con una alta participación de fuentes renovables, pero el problema no es la fuente, sino la falta de integración y planificación. La energía sigue concentrada, con costos que afectan a las PYMES, limitan la productividad y frenan la inversión. Sin energía confiable y accesible no hay digitalización, no hay industria moderna y no hay trabajo digno sostenible.
El proyecto del Himalaya deja, además, una advertencia clara: el agua será el nuevo petróleo. En un mundo marcado por el cambio climático, el estrés hídrico y la electrificación acelerada, los países que aseguren control, gestión inteligente y legitimidad social sobre sus recursos hídricos tendrán ventajas decisivas. Guatemala, con su diversidad geográfica, su régimen de lluvias y su potencial hidroeléctrico distribuido, puede construir resiliencia si actúa ahora.
La diferencia clave con China es la gobernanza. En Guatemala, cualquier estrategia energética debe basarse en transparencia, participación comunitaria, evaluación ambiental rigurosa y beneficios locales claros. El agua y la energía deben ser factores de cohesión social, no de conflicto. Pero renunciar a una visión estratégica por miedo al conflicto es igual de riesgoso: nos condena a la improvisación y a la dependencia.
El siglo XXI no se definirá por quién tenga más petróleo, más represas o más paneles solares, sino por quién logre integrar agua, energía, productividad y equidad en un mismo proyecto de país. China apuesta al control centralizado. Guatemala puede y debe apostar a la inteligencia institucional: un modelo híbrido, distribuido y legítimo que convierta su riqueza natural en desarrollo real.
No se trata de competir con gigantes, sino de usar bien lo que tenemos. En energía, como en economía, el futuro no será del más grande, sino del que planifique mejor. En el mundo que viene, el agua no será solo vida, será poder.







