La historia política de México y Guatemala comparte una constante: la concentración del poder. Desde los tlatoanis hasta el presidencialismo priísta, México mostró que el modelo de autoridad absoluta puede disfrazarse de monarquía o de república. Guatemala, bajo influencia mexicana, repitió patrones similares.
Pedro de Alvarado conquistó Guatemala con el apoyo de contingentes náhuatls y tlaxcaltecas, marcando una dependencia temprana hacia la Nueva España. Posteriormente, los dominicos controlaban desde Oaxaca los extensos territorios de Guatemala, mientras que los franciscanos dominaban otras regiones, reproduciendo la centralización religiosa en manos externas.
En México, los efímeros imperios de Agustín de Iturbide y Maximiliano de Habsburgo mostraron cómo el poder absoluto podía disfrazarse de proyecto nacional, aunque ambos fracasaron. En Guatemala, Rafael Carrera consolidó un caudillismo paternalista; Justo Rufino Barrios fortaleció a las élites cafetaleras bajo el liberalismo; Manuel Estrada Cabrera instauró una dictadura de larga duración, y Jorge Ubico ejerció un férreo control militar. Tras su caída, los regímenes militares del siglo XX perpetuaron ese autoritarismo bajo el discurso del orden y la seguridad.
La influencia mexicana reforzó estos modelos: el PRI instauró una “monarquía sexenal” que, aunque republicana en apariencia, replicó la concentración de poder.
Por eso la libertad sigue siendo un ideal inalcanzable: no se es libre si los pueblos carecen de educación, salud, agua potable y seguridad. El verdadero desafío de México y Guatemala no es temer un regreso a la monarquía, sino romper con la tradición del poder absoluto que ha mantenido a nuestras naciones en la prisión de la desigualdad.