Autor: Meybel Amaya
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Guatemala ha atravesado en los últimos años una intensidad que pocas veces se vive en una generación. No es exagerado decir que este país, tan fracturado como luminoso, volvió a ponerse frente al espejo de su propia historia. Y ahí, entre la incertidumbre, es fácil perder la esperanza de que es posible lograr una transformación. En esos momentos, resulta imprescindible recordar lo que nos ha traído hasta aquí. Ha sido la resistencia ciudadana, las calles tomadas por miles de voces y la terca voluntad de no retroceder lo que nos ha permitido descubrir algo que parecía olvidado: la utopía no es un lujo, es una necesidad para sobrevivir colectivamente.
Todo lo ocurrido —las tensiones políticas, los intentos de romper el orden democrático, la respuesta firme de la gente, y esa mezcla de hartazgo y esperanza que se volvió un lenguaje común— dejó una lección que sigue latiendo: Guatemala no es un país dormido. La ciudadanía despertó, incluso quienes juraban no creer ya en nada; cuando las instituciones se tambalean y la corrupción intenta normalizarse como destino, la gente recuerda que su voz pesa, que su presencia transforma, y que la historia puede escribirse de nuevo.
Hubo un momento en que parecía que todo estaba perdido; las instituciones que debían proteger la democracia se convirtieron en actores del conflicto. Se quiso manipular la voluntad popular, torcer los resultados, pactar impunidad y borrar de golpe el poder del voto. Pero algo se quebró del lado correcto: la resignación. Guatemala se negó a aceptar el papel de víctima eterna y se convirtió, otra vez, en protagonista de su propia lucha.
Las comunidades indígenas marcaron el rumbo sin recibir el reconocimiento que merecen, como casi siempre han hecho. Fueron ellos quienes sostuvieron la resistencia durante semanas e hicieron posible que el país entero entendiera que no se trataba de un partido, ni de un presidente, sino del alma de la Nación. Detrás de ellos, estudiantes, mujeres, trabajadores, y migrantes presionaron para que se respetara lo que aquí se había decidido. Ese tejido social tan diverso, tan imperfecto, tan vivo, fue lo que impidió que nos arrebataran el futuro.
Una lectura cínica de lo sucedido ha planteado estos movimientos como estrategias planificadas y ejecutadas desde las élites políticas. Estos análisis se rehúsan a reconocer el espíritu de sacrificio de muchos, quienes a pesar de no tener recursos ilimitados, fueron motivados por una filantropía que va más allá de lo material. Fueron impulsados por un profundo compromiso con su tierra, un sentimiento que los lleva a entregarse plenamente sin esperar un beneficio concreto, inspirados por la convicción de que la promesa de este país, está cerca de realizarse.
En medio de este movimiento, resurgió una palabra que suele parecer ingenua: utopía. Eduardo Galeano decía que la utopía sirve para caminar, y en Guatemala, donde tantas veces nos han querido convencer de que aspirar a algo más es un acto de ingenuidad, la utopía se volvió brújula. No un sueño imposible, sino una dirección moral, un recordatorio de que sí podemos aspirar a un país donde la justicia no sea un privilegio, donde la educación no condene a la pobreza, donde la memoria sea respetada y no vandalizada, y donde la dignidad humana sea inviolable.
La utopía aquí no es un país perfecto; es un país mejor. Es una Guatemala donde la política vuelva a ser servicio, no botín; donde el agua, la tierra y la salud sean derechos y no mercancías; donde la niñez sea protegida y no abandonada; donde la migración no sea la única salida; donde el miedo no sea la norma; y donde la honestidad deje de parecer heroica.
Después de lo vivido, podemos decir que el país ya cambió, aunque aún falte mucho por transformar. Cambió porque la gente perdió el miedo a decir la verdad. Cambió porque la corrupción ya no pasa desapercibida. Cambió porque la juventud está asumiendo roles protagónicos. Cambió porque incluso en la oscuridad del sistema, las comunidades demostraron que la organización es más fuerte que cualquier despacho.
Pero también cambió porque nos dimos cuenta de que la democracia no es un acto de cada cuatro años; es una práctica diaria. No podemos volver a la comodidad de creer que alguien más resolverá lo que nos toca a todos; si algo ha quedado como enseñanza en esta etapa, es que la ciudadanía organizada es la mayor fuerza de un país, y que cuando se activa, ningún poder puede detenerla.
Hoy, cuando el polvo comienza a asentarse, conviene preguntarse: ¿Qué hacemos con esta energía? ¿Con este aprendizaje colectivo? ¿Con esta conciencia renovada de lo que somos capaces? La respuesta es simple, aunque no fácil: seguimos caminando.
Porque la utopía —esa palabra tan incómoda para los cínicos y tan vital para quienes soñamos con un país distinto— está un paso más adelante, llamándonos.
Y sí, quizá otro futuro sea posible, no porque alguien lo prometa desde un discurso, sino porque ya lo vimos asomarse en las calles, en las plazas, en la dignidad de quienes no permitieron que nos roben la democracia. Ese futuro existe porque lo estamos construyendo, porque después de tanto Guatemala sigue de pie.
Este país contra todo pronóstico, todavía cree, y eso ya es la utopía empezando a tomar forma.







