Autor: Kevin Segura Carrillo
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Sobre el Autor:

Arquitecto, egresado de la Universidad de San Carlos de Guatemala, con estudios de posgrado en desarrollo urbano y territorio, doctorado en políticas públicas y docente de vocación.

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En las mesas guatemaltecas solemos repetir que no debe hablarse ni de política ni de fútbol. Del fútbol, quizá, porque ya sabemos lo que duele: cuatro años más de fracasos, frustraciones y promesas rotas para los aficionados, muy parecido a lo que sentirán —posiblemente— los golpistas al fracasar en sus intentos durante este año… y de política, dicen, para evitar discusiones incómodas o para no dividir a la familia.

Pero la verdad es que no hablamos de política no porque nos incomode el debate, sino porque durante décadas se nos enseñó que la política era asunto de otros. De “los de arriba”. De quienes podían opinar sin miedo a que una patrulla, un grupo armado o la violencia del Estado tocara su puerta para silenciarlos. En este país, hablar de política fue, durante mucho tiempo, un riesgo. Y ese miedo se heredó, se interiorizó y se convirtió casi en una regla de convivencia social.

Tampoco hablamos de política por la frustración acumulada: la que sentimos al escuchar noticias que parecen ajenas a nuestra vida cotidiana, pero que en realidad nos atraviesan; la que nace cuando vemos decisiones públicas tomadas sin nosotros y contra nosotros; la que provoca que muchos crean que “nada puede cambiar”.

Y, sobre todo, no hablamos de política porque nunca se nos enseñó que tenemos derechos. Derechos que implican exigir vivienda digna, transporte eficiente, calles seguras, agua potable, áreas verdes, educación, salud, cultura y un país donde sea posible decidir sobre nuestra propia vida. Derechos que también nos obligan a reclamar lo que no funciona y a imaginar lo que sí deseamos para nuestro entorno.

Sin embargo, la mesa —ese espacio compartido con afecto y memoria— es importante en nuestra construcción social. Así como recuerdo aquellas reuniones familiares donde una tabla sostenida por blocks servía de improvisada mesa cuando no alcanzaban las sillas, también creo que ese es el lugar donde debemos hablar de lo que nos incomoda.

Y es que, en estas fechas, entre convivios, compras y cenas navideñas, es necesario hacer memoria. Recordar no solo nuestras metas incumplidas —como ir al gimnasio todo el año—, sino también a quienes han asumido su responsabilidad pública y a quienes le clavaron un puñal a la confianza ciudadana; a quienes construyeron esperanza y a quienes la destruyeron desde cargos de poder.

Debemos recordar que nuestros problemas tienen nombre y apellido. No se llaman simplemente “inflación”, “inseguridad”, “mal transporte” o “corrupción”. Detrás de cada uno hay decisiones tomadas por personas reales: funcionarios, empresarios, operadores políticos, cómplices y estructuras que se benefician del desorden, del abandono… y del silencio.

No siempre podemos decir esos nombres. Pero sí podemos reconocer que el origen del problema no es el tráfico de diciembre ni el peso del aguinaldo. El origen está en quienes han fallado.

Ojalá que, al final de esta temporada, en nuestras mesas se sirva un plato generoso de conciencia social, para no olvidar a quienes no tienen nada en la suya. Ojalá bebamos un sorbo de madurez para digerir la bilis del odio que algunos esparcen sin ofrecer amor ni sentido. Y, sobre todo, que no falte un toque dulce de esperanza, porque quizá sea lo único que nos permite creer que este país puede mejorar.

Que podamos hablar de política en la mesa, sí. Pero también hablar de dignidad, de derechos, de comunidad y de futuro. Porque ninguna cena navideña estará completa si dejamos fuera de la mesa aquello que realmente puede transformar la vida de todos.

Terminaré el año con la esperanza de seguir escribiendo. Sin rector en la universidad pública, con una mala selección de fútbol y con algo de temor por lo que traerá el 2026, pero con la suficiente convicción de que los monstruos de la corrupción que siguen sueltos verán, este nuevo año, a una sociedad civil más organizada. Ese será mi regalo para las siguientes generaciones.

Jóvenes por la Transparencia

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